Cada vez son más los que se sienten aislados a causa de una cultura individualista y de los efectos no deseados de las redes sociales; sin embargo, el fenómeno tiene otra cara: la hipercomunicación virtual devora el espacio de la intimidad personal y limita la posibilidad de estar a solas con uno mismo, un bien necesario
Eleanor Rigby ya no recoge el arroz lanzado sobre los novios en un casamiento ajeno. En pleno siglo XXI, la protagonista de la canción más melancólica de los Beatles mitiga su soledad de otra forma. Como el "nowhere man" de otro tema del cuarteto de Liverpool, ella es un poco como todos nosotros, y resulta fácil imaginarla en la penumbra de su habitación frente a la luz pálida de una pantalla. Concentrada, busca allí la constatación de que del otro lado hay un mundo que no la olvidó. Algún "me gusta" en la foto que posteó más temprano, un paseo por los retazos de vida que aletean en Facebook, algún chat con otra alma que procura lo mismo que ella desde otro punto perdido del ciberespacio. Después se irá a dormir bajo el efecto de esas pastillas virtuales de realidad, con la sensación de que ha vivido. Y con el dispositivo cerca, para tener a mano otra dosis apenas abra los ojos al día siguiente.
Puede cambiar la forma, pero Eleanor Rigby es una figura imperecedera y universal. ¿Quién no ha sentido alguna vez que la vida estaba en otra parte, que se ha quedado fuera de la fiesta, que perdió los lazos que lo unían a sus semejantes? Lo raro es que hoy, en la era de la hiperconexión, el padecimiento de Eleanor Rigby se haya convertido en epidemia, como la llamó la Asociación Estadounidense de Psicología.
La señal de alarma se encendió, precisamente, en Inglaterra. Cerca del 20% de los británicos se sienten solos. Los más afectados son los mayores de 65 años, pero la sensación de aislamiento no discrimina y alcanza también a los jóvenes. A tal punto que el gobierno de Theresa May creó un equipo interministerial para abordar el problema. En Suecia, la mitad de la población vive sola. En la Argentina, según datos del Barómetro de la Deuda Social con las Personas Mayores de la Universidad Católica Argentina, hay unas 260.000 personas mayores de 60 años que viven sin compañía y dicen sentirse solas.
Se trata de un fenómeno global. Una de cada tres personas se siente sola habitualmente o con frecuencia en los países de Occidente. Así lo indican varios estudios recientes. Los expertos hablan de sociedades que adoptan una cultura del individualismo y de los cambios que trajo aparejados la tecnología. Un artículo publicado en el diario El País que analiza estos relevamiento pone el foco en las redes sociales: "Cuando la gente utiliza las redes para enriquecer las interacciones personales, pueden ayudar a disminuir la soledad. Pero cuando sirven de sustitutas de una auténtica relación humana, causan el resultado opuesto", señalan John T. Cacioppo, director del Centro de Neurociencia Cognitiva y Social de la Universidad de Chicago, y Stephanie Caccioppo, profesora de psiquiatría y neurociencia en ese centro.
La soledad tiene dos caras. Una de ellas se disfruta, la otra se padece. Una es un bien necesario que tonifica, la otra es un mal que se busca evitar. En plena revolución digital, las dos han dejado de ser lo que eran. Acaso la mentada epidemia se explique en buena medida por estos cambios y por el modo en que la primera incide en la segunda, en un momento en que el impacto de la tecnología sobre ambos tipos de soledad encierra un cambio cultural todavía difícil de mensurar.
La tiranía del afuera
La primera cara de la soledad, esa en la que exploramos de distintas maneras el espacio de nuestra intimidad, está hoy en jaque. ¿Acaso es posible estar solos en este primer sentido en el mundo contemporáneo? Llevamos en la mano un smartphone en el que se anuncian llamados y mensajes de orden comercial, laboral, social y familiar que nos reclaman sin pausa. Vivimos bajo la tiranía del afuera. Así, el viejo equilibrio entre interior y exterior, entre individuo y sociedad, se ha roto. No solo estamos siempre accesibles, sino que además nos resulta imposible abarcar o atender la catarata de estímulos que recibimos. El celular es la compuerta abierta de una represa infinita de datos que anegan el espacio de nuestra intimidad hasta anularla. La sacrificamos sin darnos cuenta en nombre de la comunicación permanente, ideal de la sociedad tecnológica.
La vida digital, donde la distancia no existe y todo es simultáneo, ha disuelto los filtros que permitían dosificar los reclamos del mundo y mantener un diálogo parejo entre el individuo y el entorno. "El círculo de los sentidos, ampliado artificialmente a través de la prótesis mediática, se ha desligado por completo del círculo de la acción. Ya no somos capaces de traducir el estímulo en acción y darle salida a través de ella", escribió el filósofo y ensayista alemán Rüdiger Safranski. "Se olvida a veces que no solo nuestro cuerpo requiere una protección inmunológica, sino también nuestro espíritu. No podemos permitir que todo entre en nosotros; ha de entrar solo en la medida en que podamos apropiarnos de ello".
La soledad de la buena es condición indispensable para entablar un diálogo interior. ¿Cómo relacionarnos con los demás si estamos perdiendo la capacidad de estar, primero, en compañía de nosotros mismos?
Solo entre la gente. Alguna vez me subí a un colectivo cualquiera y bajé allí donde dejé de reconocer el paisaje. Al azar, tomé otro colectivo que me llevara más lejos. Bajé al rato en territorio extranjero, donde no conocía a nadie y nadie me conocía. Disfrutaba la sensación de estar de viaje, con el día por delante para explorar un barrio desconocido o sentarme en una plaza a leer. ¿Sería posible hoy esa libertad sencilla y anónima con el celular encima?
Además de fagocitarse la soledad de la buena, la adicción a la tecnología está causando aislamiento social entre los jóvenes. Soledad de la mala. Un amigo virtual no reemplaza a uno real. Hace unos años, quien decía este tipo de cosas se arriesgaba a ser acusado de tecnófobo. Hoy se publican decenas de estudios que las avalan. "Hace una década, empresas como Facebook, Apple y Google prometían que sus productos ayudarían a crear comunidades y relaciones significativas –escribió Eric Klinenberg, sociólogo de la Universidad de Nueva York, en The New York Times–. En vez de eso, hemos usado el sistema de las redes sociales para profundizar divisiones ya existentes, tanto a nivel individual como grupal. Podemos tener miles de amigos o seguidores en Facebook o Instagram, pero en lo que respecta a las relaciones humanas, resulta que no hay nada que sustituya al viejo método de construirlas en persona".
Las redes, sin embargo, provocan la ilusión de una interacción social significativa. Así, buscamos en ellas lo que no vamos a encontrar, el contacto o el sentido de pertenencia que nos salve de la soledad, y en el trámite ahondamos el vacío. Mientras tanto, además, se va produciendo una mutación más imperceptible que trastoca ciertos paradigmas clave de la cultura occidental moderna. Cuando estamos cerca de entrar en la tercera década del siglo XXI, la misma idea de vida interior, que en los últimos siglos fue la base de la construcción de la subjetividad de las personas, está puesta en duda.
La antropóloga Paula Sibilia habla de un eclipse de la interioridad. "Parece tratarse de un gran movimiento de mutación subjetiva, que empuja paulatinamente los ejes del yo hacia otras zonas: desde el interior hacia el exterior, del alma hacia la piel, del cuarto propio a las pantallas de vidrio", escribió en La intimidad como espectáculo.
En ese libro, Sibilia explica cómo la introspección, la vida interior, es una idea cuyo origen en Occidente puede rastrearse en san Agustín. "No vayas hacia afuera, vuélcate hacia adentro de ti mismo, pues en el hombre interior reside la verdad", escribió el pensador religioso en Confesiones. Conocerse a sí mismo era un camino para conocer a Dios. Michel de Montaigne secularizó esta noción. A partir de él, en su interior la persona se encuentra a sí misma, un concepto que también profundizaron a su modo pensadores como Descartes y Rousseau, y que se tradujo en costumbres como el diario íntimo, la correspondencia epistolar y la lectura en silencio, formas de autoexploración vigentes hasta ayer nomás.
Los ojos ajenos
Hoy la identidad del sujeto dejó de emanar de su interioridad, dice Sibilia, y está basada en el valor de las apariencias exhibidas en las redes sociales. "Tendencias exhibicionistas y perfomáticas alimentan la persecución de un efecto: el reconocimiento en los ojos ajenos y, sobre todo, el codiciado trofeo de ser visto. Cada vez más, hay que parecer para ser". En suma, el individuo convertido en mercancía para ser consumido.
Por eso la habilidad de estar a solas es cada vez más rara y, peor, pierde sentido en la sociedad epidérmica de las apariencias.
"Esta repentina ansia de visibilidad, esa ambición de hacer del propio yo un espectáculo, también puede ser una tentativa más o menos desesperada de satisfacer un viejo deseo humano, demasiado humano: ahuyentar los fantasmas de la soledad –advierte Sibilia–. Una meta complicada cuando florecen estas subjetividades exteriorizadas y proyectadas en lo visible, que se deshacen del vetusto anclaje proporcionado por la vida interior. Porque aquel espacio íntimo y denso que constituía la sólida base de la interioridad precisaba justamente de la soledad y del silencio para autoconstruirse: debía fortalecerse a la sombra de las miradas ajenas".
El más solo. "El hombre más solo del mundo", tituló días atrás la española Lola Hierro su crónica sobre el último de los tanaru, una tribu indígena de la Amazonia brasileña que fue diezmada por pistoleros a sueldo y enfermedades. No tiene posesiones ni nombre conocido. De unos 50 años, lo llaman "El hombre del agujero", porque suele cavar hoyos profundos para cazar animales o esconderse. Hay apenas una sola fotografía de él, oculto entre las ramas, en la que apenas se adivina su rostro. Sus ojos miran a la cámara. Perder una cultura también es soledad.
Acaso los que todavía sienten una nostalgia de intimidad deban empezar a practicar un acto de resistencia: la desconexión. Al menos parcial, pero consciente. Sería una alternativa a abandonarse a la hipnosis que ejerce la catarata de estímulos y de clics que nos mantienen atados a las pantallas.
Hace 170 años, un hombre ejerció un acto de desconexión que alcanzaría estatura de mito. Henry David Thoreau se internó en los bosques de Walden para abrir un claro en medio del ruido de las máquinas, en un gesto de resistencia ante el proceso de masificación que disparó la Revolución Industrial, entonces en pleno apogeo. No buscaba huir de la sociedad sino, precisamente, establecer un equilibrio entre el adentro y el afuera, entre su conciencia y el entorno. "Tenía tres sillas en mi casa. Una para la soledad, dos para la amistad, tres para la sociedad", escribiría en Walden o la vida en los bosques, el testimonio de su temporada en la cabaña de Walden Pond y uno de los libros más reeditados en la historia de Estados Unidos.
A su modo, Thoreau advirtió antes que nadie la deshumanización que traería aparejada el culto indiscriminado de la tecnología. En pleno siglo XXI, en medio de la revolución cibernética, las falsas necesidades contra las cuales alertó en su Walden no han hecho más que multiplicarse. Su mensaje de simplicidad llega intacto hasta las angustias y las soledades de estos días. También su búsqueda de equilibrio, que no supone el anhelo romántico de un improbable paraíso perdido, sino que refleja y anticipa la necesidad concreta del hombre actual de abrir un claro en medio de la lluvia de estímulos a la que nos expone nuestra recién adquirida prótesis mediática, como advierte Safranski.
Hoy parece que estamos cerca de todo y de todos, a la mínima distancia de un clic. Pero la hiperconectividad nos deja expuestos y el mundo nos devora. Por eso resulta que al mismo tiempo, y en otro sentido, estamos lejos hasta de nosotros mismos. Más solos.
¿Dónde está el centro?, se pregunta Safranski. "La verdadera vida es la individual –se responde–. Lo que en geometría es un absurdo puede lograrse en el terreno práctico de la existencia, a saber, que el círculo mayor esté contenido en el círculo menor de nuestra vida, pero sin hacerlo estallar".
Ralph Waldo Emerson, de algún modo maestro y mentor de Thoreau, sugiere una diagonal en un ensayo titulado, precisamente, "Sociedad y soledad": "La soledad es impracticable, y la sociedad, necesaria. Debemos mantener nuestra cabeza en la primera y nuestras manos en la segunda. Las condiciones para hacerlo se dan si conservamos nuestra independencia sin perder nuestra empatía".