Sociología de la filosofía
Por Mario Bunge Para La Nación
MONTREAL.- ¿ES posible hacer sociología de la filosofía? ¿Por qué no, si hay sociologías de la ciencia, de la religión y del arte? ¿Por qué no, si los filósofos aprenden unos de otros, discuten y se insultan entre sí, a menudo forman parte de escuelas y asociaciones, están sujetos a limitaciones sociales, y ocasionalmente influyen sobre la sociedad (para bien o para mal)? Todos los filósofos son beneficiarios, benefactores o víctimas de las sociedades que los cobijan, protegen o persiguen. Pero no hay que exagerar el condicionamiento ni el impacto social de la filosofía, porque ésta es una disciplina abstracta. Sin embargo, esto -exagerar- es lo que hace el sociólogo norteamericano Randall Collins en su voluminosa obra The Sociology of Philosophies: A Global Theory of Intellectual Change ("La sociología de las filosofías. Una teoría global del cambio intelectual", Harvard University Press, 1998, 1119 páginas).
En efecto, Collins no se limita a hacer sociología de las comunidades filosóficas, sino que perpetra el sociologismo, que es una forma de holismo (o globalismo). En esta perspectiva, el individuo es apenas un nodo en una red, y todo lo que piensa, por abstracto que sea, tiene un contenido social por el solo hecho de ser comunicable. Que es casi como decir que el virus del sida es de naturaleza social por ser transmisible.
Cuando se miran principalmente las relaciones de un filósofo con sus contemporáneos, se corre el peligro de no entender sus ideas y de evaluarlas incorrectamente. Así, Collins estima más a Fichte que a Descartes, a Kierkergaard que a Bolzano, a Wittgenstein que a Marx, a Heidegger que a Russell. Ve a los gigantes como enanos y viceversa.
Llevado por su antiiluminismo, Collins dedica varias páginas a la filosofía española del Siglo de Oro (que no produjo un solo filósofo original) y a oscurantistas como Schelling, Schopenhauer, Nietzsche, Husserl y Heidegger, pero una sola a los enciclopedistas. No puede aceptar que todos nosotros, incluso él, seamos hijos de la Ilustración, de su exaltación del conocimiento, de la libertad y del progreso.
Redes o cabezas
Collins no entiende nada de ciencia, por lo cual minimiza la importancia de la Revolución Científica del siglo XVII, sostiene que Kant era un investigador científico, e ignora en cambio revoluciones científico-filosóficas tales como las obradas por la física de campos, el evolucionismo, la biología mecanicista y la psicología biológica. Así, menciona a Darwin sólo una vez y de refilón, y no menciona a Faraday ni a Maxwell, a Claude Bernard ni a Pavlov, pese a la enorme importancia científica y filosófica de sus obras. Robert K. Merton, el fundador de la sociología científica (preposmoderna) del conocimiento, sólo le merece una mención peyorativa.
Es obvio que los matemáticos no trabajan en un vacío social y que, para entenderse entre sí, usan una notación uniforme. Pero esto no implica que las fórmulas matemáticas tengan un contenido social, como pretende Collins. Si lo tuvieran, las ciencias sociales serían redundantes. Además, la sociedad cambia constantemente, en tanto que los entes matemáticos no cambian por sí mismos: son intemporales por convención. ¿Qué sería de la aritmética si al 1 se le ocurriera competir con el 0 o anularse?
Por fijarse más en redes que en cabezas, a Collins se le escapan muchas ideas filosóficas que han contribuido a formar la cultura. Una de tantas es la idea de cadena (o escalera) de seres. Otra es la tesis de que los procesos mentales son procesos cerebrales. Tercera: el llamado imperialismo económico, que pretende reducir todo lo social a lo económico.
También se le escapan a Collins algunas importantes controversias que, aunque se originaron en la Antiguedad, siguen vivas. Una de ellas es la polémica entre atomistas y plenistas, en la que participaron Aristóteles, Descartes y Einstein, entre muchos otros. Segunda: la controversia entre individualistas y holistas. Tercera: la oposición entre emergentistas y reduccionistas radicales.
La Argentina, pionera
En cambio, Collins no pasa por alto multitud de discusiones escolásticas entre pensadores chinos, japoneses e indios ya olvidados por los propios orientales. El motivo es que todos ellos pertenecieron a redes fáciles de identificar (confucianos, neoconfucianos, etcétera). Es normal que al sociólogo le interese más la escuela que el pensador solitario. Pero debería recordar que la escuela puede ser seminario o prisión.
Aunque parezca extraño, la Argentina es pionera en sociología de la filosofía. En efecto, el polifacético José Ingenieros publicó Emilio Boutroux y la filosofía universitaria en Francia (Cooperativa Editorial Limitada, 1923). Sabedor de que los catedráticos franceses eran empleados estatales nombrados por el ministro, Ingenieros trazó la trayectoria académica de los profesores de filosofía en la Francia del siglo XIX. Encontró que su fortuna académica estaba fuertemente correlacionada con sus ideas políticas. Por ejemplo, los perdedores de la revolución de 1848 adoptaron la filosofía de Kant por parecerles que concordaba con su liberalismo, en tanto que los ganadores favorecían el eclecticismo, el intuiticionismo o el idealismo declarado.
Sería interesante historiar la filosofía argentina en su relación con la sociedad y en particular con la política. Hasta ahora sólo se sabe que los positivistas (entre los que suele contarse erradamente a Ingenieros) eran liberales o socialistas, y que la mayoría de los demás eran antidemocráticos. Hugo Edgardo Biagini ha estudiado el asunto y ha compilado un libro valioso: El movimiento positivista argentino (Editorial de Belgrano, 1985). Habría que hacer otro tanto con los antipositivistas. En resolución, sea bienvenida la sociología de la filosofía. Pero que no sea superficial, tendenciosa, fantasista, ni de segunda mano. Que empiece por entender las ideas en cuestión y por saber que las redes de intelectuales siguen a las ideas y no al revés. Una sociología adecuada será buen complemento de las historias de la filosofía que estudian las ideas en sí, como si no estuvieran engarzadas en anillos sociales. Hay que reconocer que lo están, pero también hay que distinguir los diamantes de las piedritas. © La Nación