Sobredosis crónica de confrontación
Los desafíos que exceden los límites de nuestro poder ante las potencias de predominio natural en la región nunca han pagado bien; lo mismo se puede esperar de los cuestionamientos oficiales a la justicia de Nueva York
Siempre que la política exterior argentina se caracterizó por sus confrontaciones con las potencias de predominio natural en nuestra región perdió. Nada indica en consecuencia que vaya a suceder lo contrario en el actual enfrentamiento del Gobierno con la justicia del estado de Nueva York por la crisis de los holdouts.
A la Argentina le fue mal en la Primera Guerra Mundial, cuando el Reino Unido exigía que fuéramos sus aliados y tanto Victorino de la Plaza como Hipólito Yrigoyen se negaron. Eran tiempos en que sin apoyo naval británico era imposible exportar un solo contenedor. El historiador británico Roger Gravil cuenta la historia de cómo nos estrangularon.
Le fue peor en la Segunda Guerra Mundial, cuando Estados Unidos exigía que fuéramos sus aliados y tanto Ramón Castillo como los gobiernos militares que le sucedieron se negaron. El fulminante boicot económico y desestabilización política a los que nos sometieron contribuyeron a cambiar el equilibrio sudamericano, subordinándonos a Brasil por siempre jamás. No obstante, Juan Perón no aprendió, y hasta 1953 su política fue virulentamente antinorteamericana.
Con la Guerra de Malvinas nos suicidamos. Invadimos un territorio perdido un siglo y m edio antes, fuimos derrotados y nos hundimos en una grave crisis. Los militares argentinos perdieron su poder de negociar, frente a nuestros políticos profesionales, un presupuesto adecuado para la defensa. Esto no ocurrió con las dictaduras chilena y brasileña porque ellas no tuvieron su Guerra de Malvinas. Como consecuencia, y a diferencia de nuestros vecinos, hoy la Argentina es un Estado que ha abdicado de la función de la defensa.
Después de la guerra vino la democracia. Durante el largo gobierno de Raúl Alfonsín, no restablecimos relaciones diplomáticas con Gran Bretaña. En 1986 se negoció un acuerdo de pesca con la Unión Soviética para autorizarla a pescar en nuestras aguas, que, según nuestras leyes, incluyen las de las Malvinas. La idea era recuperar las islas irredentas importando al Atlántico Sur el conflicto Este-Oeste. Por suerte para el mundo, los rusos usaron el acuerdo para pescar en todas partes del Mar Argentino, menos en aguas de Malvinas, donde también lo hicieron pero comprando licencias de pesca en Londres. Así, hicimos muy ricos a los malvineros, que antes eran pobres pastores.
La política exterior de Alfonsín y su canciller Dante Caputo fue, en muchos sentidos, una continuación de la de los militares. No le dimos al mundo la seguridad de que no desarrollaríamos armas nucleares, negándonos a firmar el Tratado de No Proliferación Nuclear. Además, comenzamos el desarrollo de un misil balístico de alcance intermedio, el Cóndor II, en sociedad con la Irak de Saddam Hussein. El país que había perdido la Guerra de Malvinas parecía empecinado en mostrarle sus dientes al mundo.
Mientras tanto, rugía la crisis de la deuda externa, administrada por el ministro Bernardo Grinspun. Así como en 1944 el entonces vicepresidente Perón intentó formar un "bloque austral" contra Estados Unidos, en 1984 Alfonsín intentó formar un "club de deudores" para imponerse a los acreedores. Aquel gobierno argentino era un entusiasta de lo que hoy se llama "poder blando": creía que la legitimidad otorgada por la democracia le permitiría aumentar enormemente su margen de maniobra. Creía que podía modificar las reglas del juego de la negociación financiera. Pero en la cumbre de Cartagena de mayo de ese año chocó con una dura realidad: a nuestros hermanos latinoamericanos no les interesaba esa peligrosa radicalización. Mientras tanto, el Eximbank de los Estados Unidos había cerrado sus créditos a la Argentina, a la vez que nuestra inflación se descontrolaba.
Una vez que Juan Sourrouille se hizo cargo del ministerio, la política argentina hacia la deuda se caracterizó por una relativa mansedumbre. Pero en el plano político el desafío argentino continuó vigente, no sólo en materia nuclear, misilística y malvinera, sino también en términos del voto argentino en la Asamblea General de las Naciones Unidas. En 1988 la convergencia entre nuestro voto y el de Estados Unidos alcanzó un mínimo histórico: 10%. En vez de comprometerse a no tener bombas atómicas, en el llamado Grupo de los Seis la Argentina predicaba el desarme nuclear de las grandes potencias. Y en América Central, el Palacio San Martín confrontaba con Estados Unidos, incluso contra los deseos de los países de esa región.
Es verdad que el gobierno de Alfonsín tuvo aciertos de cooperación con países vecinos, visibles principalmente en los protocolos de integración con Brasil y en el Tratado de Paz y Amistad con Chile. Pero aunque el mérito de inaugurar la cooperación con Chile es exclusivo de Alfonsín, el verdadero punto de inflexión en las relaciones con Brasil comenzó durante las dictaduras militares de ambos países. Fue en noviembre de 1979, cuando se firmó el Acuerdo de Corpus-Itaipú. Este tratado, siempre olvidado por amnesias ideológicas, dio inicio incluso a la cooperación entre Brasil y la Argentina en la delicada esfera nuclear.
La suma de estos antecedentes demuestra que la cooperación siempre ha pagado grandes dividendos, mientras aquellas confrontaciones que no se compadecen de los límites de nuestro poder siempre han tenido costos enormes. Por esto, durante la década de 1990, el canciller Guido Di Tella ensayó otra diplomacia.
Pero, lamentablemente, da la impresión de que nuestro país tiene escasa capacidad de aprendizaje colectivo. La actual crisis en las relaciones entre la Argentina y la justicia del estado de Nueva York lo demuestra. Los paralelos entre lo que ocurrió en tiempos del ministro Grinspun y los actuales son notables. Por otra parte, más allá de lo descarriado que pueda ser el dictamen del poderoso juez Thomas Griesa, no hay ninguna duda de que su actitud, contraria a nuestros intereses, fue alimentada por la retórica irresponsable de nuestro gobierno. El malhumor judicial es un problema moral que afecta a los sistemas judiciales del mundo entero y no tenerlo en cuenta es autodestructivo. Ya lo sabía Martín Fierro.
Es cierto que no todos los avances cooperativos alcanzados durante la década de los 90 fueron destruidos por los Kirchner. Nuestra política misilística sigue siendo responsable y nuestra adhesión a los tratados nucleares perdura, a pesar de un fallido intento de cooperación con Venezuela que hubiera transferido tecnología peligrosa a Irán. También perdura nuestra condena en la ONU al terrorismo iraní, a pesar del memorándum de triste memoria.
Pero desde hace mucho la retórica antinorteamericana ha traspasado todos los umbrales de la prudencia, imposibilitando una cooperación en ámbitos sensibles como el militar, en los que nuestros vecinos cuentan con todas las ventajas de una buena alianza. El país absorbió sanciones menores de Washington y Londres, mientras estas potencias armaban a nuestros vecinos hasta los dientes. A la vez, para consumo interno, el Gobierno se inventó una hipotética "guerra por los recursos" que, supuestamente, provendría de Estados Unidos. Destruyó la alianza extra-OTAN que delicadamente se había tejido durante los 90 y se redujeron los ejercicios militares con Estados Unidos a la vez que se coqueteó con Rusia, como en los años 80.
Con estas tácticas nada se puede ganar y todo se puede perder, juez Griesa por testigo. Sobredosis crónica de confrontaciones? ¡Tantas veces usé esta frase en mis escritos de los 80!
Mientras tanto, el mundo avanza y nosotros retrocedemos.
El autor, politólogo y experto en relaciones internacionales, es investigador principal de Conicet.
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