Sobre las despedidas
Me subí al taxi y me sentí horrible. Hace unas semanas vino a Buenos Aires una amiga que vive lejos y quiero mucho y nos divertimos y paseamos y charlamos, de todo, incluso de esas cosas de las que no me gusta hablar, y cuando le tuve que decir adiós tras varios días le di un beso, la abracé, le dije algo así como "ya vas a volver" y me subí al auto rápido para regresar a casa. Fueron segundos. En los que sus rulos y sus pecas quedaron ahí. En mi cabeza. Como esperando. Entonces, ya en viaje de una esquina de Palermo a otra, agarré el celular y le escribí: "Soy mala para las despedidas. Te voy a extrañar. Volvé siempre".
Me sentí apenas mejor. No menos arrepentida porque suelo sentirse así mínimo una vez por día (soy de las que repasa cada cosa que hace y de las que piensa que lo podría haber hecho distinto y digo distinto pero quiero decir mejor) pero sí un poco más real. Ese último abrazo había sido incómodo porque no había sido sincero. Yo no había sido sincera. Y es que a mí no me gustan las despedidas.
Ni la angustia ni la congoja ni el romanticismo ni mucho menos la incertidumbre que generan. Por ejemplo, mi amiga se fue. ¿Cuándo la voy a volver a ver? ¿Cuándo la vea será lo mismo? ¿Y si me pasa algo? ¿Y si le pasa algo? ¿Y si no regresa?
Si hubiera podido, yo nunca le hubiera dicho "basta, chau" a mi novio de los 20, a quien no quería ver más. Pero no por él sino por mí y no por amor sino por la vida, por lo que tiene vida. Hubiera permitido que su piel tirante, su espalda fina y ese lunar perfecto que lleva en lo alto de una de sus mejillas se perdiera como un grito en medio de la soledad. De esa inmensidad que se crea en los espacios en que solo hay tierra y hay aire y nunca queda claro cuándo comienza el cielo. Pero no pude y tuve que despedirme y tuve que separarlo de mí para siempre, por años, con esa charla espantosa y rodeada de gente desconocida en una combi del conurbano. Con su mirada y mi mano derecha que temblaba por la angustia. Afuera llovía. Le di un beso, me bajé y no lo miré.
Tampoco hubiera ido al entierro de mi abuela María Elena. Bien temprano el día en que falleció, antes de que falleciera, me subí al colectivo 60 y viajé por más de una hora en uno de los asientos de la última fila porque era feriado y me había encaprichado con ir a pasear por Tigre. Mi madre la noche anterior me había avisado que había ido al geriátrico y la había visto muy mal y yo en mi cabeza me dije que no iba a cambiar de planes por si acaso, porque la idea de quedarme en casa a esperar su muerte me parecía injusta, para mí y para ella, y me fui igual y ni bien llegué al centro de la ciudad sonó el teléfono y no hizo falta que nadie hablara. Me volví a tomar el 60. Al otro día hicimos un pequeño velorio en un lugar lejos de casa para toda esa generación que si no ve, no cree, pero yo no me acerqué al cajón.
A veces pienso que todavía soy la adolescente con ataque de llanto en el acto de egreso de la secundaria. Esa noche, con mi uniforme de pantalón negro y raya roja, de chomba blanca y raya roja, con una medalla plateada con el escudo de colegio alemán colgada de una cuerda negra al cuello y un birrete de cartulina en la mano, lloré sin control y sin vergüenza. Como si recién hubiera nacido. Mi madre, de nuevo mi madre, intentaba calmarme pero yo era la única de todos que no podía parar. La escena la recuerdo intacta. Como una pesadilla. Cierro los ojos y tengo el pelo recogido pero revuelto, la cara en lágrimas, el pecho plano y agitado, y los ojos tan hinchados que me duelen. Y ni siquiera la pasé tan bien en el colegio. Este diciembre se cumplen veinte años de aquel día y cada vez tengo menos claras las cosas que viví, las que no, las que creí vivir y las que imaginé.
Y sin embargo no quería que acabara. Y es que cada cierre, cada adiós, cada partida me mata un poco a mí. Cada paso en cualquier vereda es un paso que no voy a volver a dar. Nunca voy a despertar una mañana como esa mañana pasada y ya soy una mañana más vieja y habrá tantas mañana que no conoceré. Tantas tazas de café que no voy a beber.
Las flores de la hortensia del balcón de casa ya están secas y la próxima vez que vuelvan a ser así de violetas no van a ser como lo fueron este verano. Tiernas, frescas, engreídas. Son algo que pasó. Que ya no está. Pero que sigue y seguirá sin que yo sepa cómo. Y a mí no me gusta no saber. Por eso, si pudiera, jamás me despediría de nada. De nadie. Por eso, cada vez que lo hago, me sale mal.