Sobre las cenizas de ayer, el desafío de rehacer el país
Ningún velatorio certifica la muerte política de nadie, pero los cendales que iluminaban a medianoche la desolación de los deudos del kirchnerismo encendían por igual la esperanza entre millones de argentinos de que el desdichado liderazgo de 18 años sobre el peronismo comience una etapa de sucesivos replanteamientos con repercusión nacional.
Nadie anticipa certezas. La derrota por nueve puntos en el territorio nacional y el descalabro reiterado en los seis principales distritos empalidecen, según la perspectiva con que se los examine, frente al hecho de valor estratégico de que cambiará de manos el control del Senado de la Nación. Será difícil que el ingreso en una experiencia inédita para el peronismo desde 1983 no sea costeada, en primer lugar, por la vicepresidenta Cristina Kirchner. Es esta, por lo menos, una novedad con visos históricos.
Se abre hoy, según palabras de Alberto Fernández una segunda etapa del gobierno, en la que todos tienen, por tomar sus palabras, derecho a la esperanza. Quienes votaron en contra del gobierno esperan más pericia y menos prepotencia en la gestión pública. Una segunda etapa debería asegurar desde hoy que todo ciudadano decente y criterioso, o dispuesto a desandar el camino que conducía al precipicio de la Nación y a combatir con tanta energía la corrupción como a velar por los principios de más sana gobernanza, haga esfuerzos supremos por el interés general. Urge bajo estas condiciones reunir voluntades para la concertación sobre asuntos básicos de Estado entre gentes de diversos signos y visiones políticas. Lo exige la gobernabilidad del país y la necesidad impostergable de cerrar el abismo que lo fractura, como si en rigor hubiera dos Argentinas, no una.
La reversión en el control del Senado ha cargado a Cristina Kirchner, por si fueran insuficientes otras razones, con la mochila de mayor peso entre los responsables de una de las derrotas más resonantes sufridas por el movimiento fundado hace 75 años por Juan Perón. No hay disimulo ni arte en alivianarse de cruces que la redima de esta caída, que fue precedida por derroches sin precedentes de fondos públicos con el afán de sumar votantes desde la advertencia incomprendida de las PASO en septiembre. Alberto Fernández ayudó, es cierto, hasta lo indecible a que la vicepresidenta se estrellara en el fracaso de ayer.
No hubo que esperar a que terminara uno de los actos políticos más irreales en la memoria vernácula para desechar las últimas dudas de que Cristina Kirchner empujaría en pocas horas al peronismo al calvario que atraviesa. El bullicio de los muchachitos que se presentaban en el acto de cierre de campaña, en Merlo, como “los pibes de Cristina”, confería más languidez que alborozo a quienes comprendían, en un último y brutal esfuerzo de honestidad mental, que nada había salido bien, que todo se había hecho mal la campaña.
Los especialistas en el relato pertinaz y obsesivo en la dirección de fantasear sobre idearios y enemigos de adentro y afuera habían olvidado lo que se suponía sabían de memoria. Que el secreto último de la política consiste en que ascienda una portentosa ilusión en la imaginación colectiva. Que mantenerla en el tiempo es más difícil que lograr el milagro de conquistarla, y que a partir de un momento, difícil de prever, la ilusión desciende de grado, se difumina, y al final, se agota. Como en todo. Comienza entonces el turno de otros y una flamante narrativa insinúa hoy haberse puesto en marcha, mientras emerge, con sueños y desencantos propios, una nueva generación, y se potencian, ya se verá hasta dónde, las posiciones más radicalizadas a izquierda y derecha. Otro dato no menor, pero sobre los latidos más silenciosos de la sociedad: casi el 30 por ciento del electorado siguió la jornada sin salir de sus casas y un porcentaje apreciable de votantes lo hizo en blanco.
Ha sido este el ciclo más largo de peronismo: 18 años. Más que con Menem, 10 años, e incluso, que con Perón, que gobernó por 9 años, y luego, a su regreso, por solo unos cuantos meses. Conviene por estas horas tomar en cuenta ciertos efectos engañosos de la política: Isabel Perón gobernó por casi 3 años, sin que el Congreso, en su mayoría adicto, osara llevarla al juicio político que se urdía en las propias filas del oficialismo. La CGT con reticencias, el partido, las 62 Organizaciones de Lorenzo Miguel, el más poderoso caudillo político de la época, estaban del lado de Isabel. Actuaban en 1976 como prisioneros del engatusamiento de la inercia, que conjura finales abruptos, pero bastó el rugido militar para que se oyeran los primeros crujidos del desplome interno. ¿Cuántos peronistas han recordado a Isabel Perón, que vive todavía en reclusión española, en los últimos 40 años? De ahí la importancia de todo cuanto concierne al resto de templanza personal de una mujer de enormes pasiones políticas y al poderío fáctico que podrá asistirla y por cuánto tiempo.
Era más fácil, extraordinariamente más fácil, escribir el sábado por la mañana sobre lo que iba a suceder ayer en lo sustancial, que conjeturar qué se desencadenará en adelante. ¿Estará Alberto Fernández dispuesto a encarnar de verdad no sólo la investidura presidencial, sino la de hombre de palabra de fiar, al menos por una vez?
El catálogo de imputaciones a los perdidosos de ayer ha sido extensamente descripto. Desde haber reducido a la nada la relevancia política y moral de la Argentina en el mundo hasta el descontrol inflacionario, la pérdida de sentido sobre el valor de la integridad territorial del país frente a la osadía de aventureros y la estremecedora inseguridad física que impera en urbes y en campos. Hay más. Durante 18 años de hegemonía kirchnerista el peronismo se trasvistió, sin abandonar vicios del pasado, en fuerza supuestamente progresista. Transgredió tradiciones y hábitos sociales que la Iglesia tardó en enrostrarle, según acaba de señalarse en Criterio, la revista canónica del pensamiento católico liberal.
Esas transgresiones han sido hechas con el concurso intelectual y callejero de quienes quedaron sin techo político desde la implosión del comunismo. Son los que buscaron, hasta encontrarla en 2003, una nueva guarida acogedora al lado de quienes procuraban reinventarse en la vida pública junto a Néstor y Cristina Kirchner, quienes trataban de hacer otro tanto.
Vladimir Putin, a quien la conducción kirchnerista admira, podría arrojar más perplejidad a la perplejidad que desde ayer sobrelleva el estado mayor del ejército político derrotado en resonantes comicios nacionales invitándolo a una lectura. Busquen el discurso que Putin pronunció en el Club Valdai, el foro anual más relevante de la intelligentsia rusa. Vean la importancia que otorgó al dinamismo colosal en que han entrado la genética, las comunicaciones, la bioingeniería, y la preocupación que el orador expone en el plano filosófico y moral, libre del estupor que debió abrasar a un presidente concentrado en la fatalidad de que su vicepresidenta le ofreciera la espalda, por todo gesto, en un acto público decisivo: un cierre de campaña.
Putin se preguntó por incógnitas que sólo atenazaban a unos pocos sabios en tiempos aún recientes. ¿Qué pasará cuando la tecnología supere al hombre en capacidad de pensar? ¿Qué será de nosotros si aceptamos la destrucción de los valores milenarios de la fe, de las relaciones entre las personas hasta el rechazo total de la familia?
En crítica descarnada a la revolución de 1917, Putin dijo que Rusia ya pasó por experiencias desmesuradas que hoy se enseñorean en Occidente -las que han atravesado como nunca la Argentina de estos años- y llevan a lo que denominó “La discriminación inversa”. O sea, la discriminación contra valores y sentimientos tradicionales, seguramente mayoritarios, y no de minorías, desde luego respetables. Fue plantear si “papá”, “mamá”, “familia”, palabras que el ex oficial espía de la KGB se atrevió a mentar, tendrán definitivamente o no connotaciones diferentes del pasado. Se colocó en las antípodas del reclamo de movimientos que dicen sentirse interpretados por el kirchnerismo.
Putin recordó que los bolcheviques, apoyados en los dogmas de Marx y Engels, quisieron cambiar incluso la forma de hablar y escribir (como ha ocurrido, ay, con la necedad de miembros y organismos de este gobierno argentino), y que procuraron producir no sólo una revolución en política y economía, sino en la idea misma de lo que es la moral humana, “los cimientos de una sociedad seria”. Putin se escandalizó de que en nombre de la no discriminación haya corrientes de pensamiento que procuren en su extremismo prohibir el uso de la expresión “leche materna” e imponer “leche humana”.
Como es de suponer, el orador se abstuvo de entrar en el terreno de las imputaciones sobre eliminación de adversarios políticos, que Occidente le imputa haber ordenado, pero enfatizó sobre el sentido histórico del Estado-nación, “con gobernantes responsables ante sus ciudadanos y votantes, y no ante una audiencia global desconocida”.
Sobre las cenizas y rescoldos de ayer la tarea más apremiante por encarar es cómo rehacer la sociedad jurídicamente organizada que denominamos Argentina. Cuenta con la base de un único acuerdo en pie, al menos en la letra: la Constitución Nacional. La breve glosa del llamativo discurso de Putin ante intelectuales rusos termina por cerrar el círculo de cuestiones, tan amplias en su grave complejidad y multiplicidad, que seguramente ningún otro gobierno haya debido afrontarlas antes al cabo de un revés electoral memorable.
Son tales esas cuestiones que no podrá resolverlas solo.