Sobre la paz y la justicia
Frente a un hecho muy grave, el sistema institucional (aun con matices) se ha pronunciado repudiando la violencia, requiriendo el esclarecimiento del hecho, invocando la defensa de la institucionalidad y manifestando preocupación por el funcionamiento de la seguridad. Un buen punto de partida, aunque insuficiente para construir el tipo de sociedad en el que quiero que vivan mis hijos.
Nadie puede garantizar un orden carente de controversias y agresiones. Las controversias son resultado del pluralismo, y la agresión está en la naturaleza humana. A lo sumo podemos penalizar sus manifestaciones más peligrosas. Un objetivo político significativo no es buscar la realización de un ideal contrario a la naturaleza humana e imposible de ser construido, sino dar un marco institucional que estimule la prevalencia de vínculos positivos y que ordene el modo de convivencia y de competencia social, política, económica y cultural.
La Argentina está lejos de facilitar las relaciones colaborativas, el espíritu asociativo, la conversación creativa. De hecho, hemos exaltado la competencia predatoria sobre la competencia reglada, la descalificación sobre el reconocimiento, el tono alto sobre la sugerencia, la afirmación categórica sobre los matices, etc. La Argentina ha naturalizado un estado de cosas, que podríamos denominar “hostilidad de bajo grado”.
No importa que se trate de un corte de calle, de un corte de ruta, del bloqueo de un parque industrial, de la rotura de un silobolsa, de una caricatura violenta, de un funcionario ostentando un arma, de otro sobrepasando una fila crítica, de un ataque anónimo en redes, etc. Todas esas situaciones, cada una de las cuales parece ser no tan relevantes, cuando ocurren reiteradamente erosionan el sistema de convivencia y van generando una atmósfera, un estado de ánimo envolvente que condiciona todas las respuestas.
Ese contexto no es bueno, porque (en sentido contrario a lo que deseo proponer) estimula, incentiva y a veces hasta da legitimidad (anómala) a las respuestas más reactivas, menos dialogales y por supuesto, con alta probabilidad, cada vez más violentas.
En la Argentina hay que volver a hablar de la paz. No porque estemos en guerra, sino porque los climas hostiles y la conflictividad continuada también son ajenos a la paz. En ese sentido, hemos perdido la paz. La paz no es solo el concepto antagonista de la guerra, también es un estado que nos permite desplegar nuestras mejores emociones y capacidades. Sin paz, somos peores.
La cultura barrabrava que domina la política argentina, donde el grito ocupa un lugar mayor que la reflexión, donde la extorsión pública se considera una herramienta legítima de negociación, donde las legitimidades son autogeneradas, donde la agenda oculta es más importante que el debate público transparente, es todo lo contrario a la convivencia pacífica.
Estamos atenazados por las “hostilidades de bajo grado”. La sociedad civil ya se dio cuenta y lo padece. El sistema institucional (la política) o bien lo tiene naturalizado, o bien ningunea esta circunstancia, o bien cree que es una consecuencia de la competencia, o cree que se trata de una responsabilidad de “los otros”.
Ahora bien, la paz no es un objetivo que se pueda construir de manera excluyentemente voluntaria. No se materializa porque lo deseemos, se necesita un cierto arte político para generarla. No es suficiente querer la paz. La paz no depende tanto de la sabiduría, de la bonhomía o la generosidad de alguien como del sometimiento de todos a la ley. Está inscripto en la historia de nuestra civilización, sin ley no hay paz posible. Por eso, el camino de la pacificación es conocido: cumplir las sentencias, valorar y perfeccionar las normas, contribuir a una conversación pública edificante, reconocer la naturaleza imperfecta de la justicia humana y aún así aceptar su valor, formular propuestas que reconozcan las restricciones objetivas que enfrentan las leyes y las estructuras estatales, etcétera. La paz es un resultado institucional. Lo debería saber el senador Mayans.
Un alto porcentaje de la “hostilidad de bajo grado”, es el resultado de instituciones fallidas, des-jerarquizadas, que no gestionan bien, no cumplen sus objetivos, no median frente a intereses enfrentados pero conciliables, e incluso desdibujan su sentido. El nuestro no es un Estado fallido por la competencia con otras organizaciones de poder (como en África), sino que es parcialmente fallido por su descomposición endógena, responsabilidad diversa de las fuerzas políticas que hemos gobernado.
Hasta ahora los servicios públicos insuficientes eran interpretados como un problema instrumental, habida cuenta de que un Estado en esas condiciones produce servicios insatisfactorios. Tenemos que saber que, además de eso, genera “hostilidad de bajo grado”, y altera la convivencia. Cada vez que un fiscal hace la vista gorda frente a un atropello televisado, cada vez que un funcionario distrae una respuesta, cada vez que no nos abocamos a la agenda de problemas de la ciudadanía, vamos postergando y profundizando un estado de cosas proconflictuales.
¿Está nuestra democracia a la altura de las circunstancias y con energía suficiente para generar un nuevo modelo de Estado, un nuevo marco institucional, un nuevo sentido de convivencia? o, dicho de otro modo, no para declamar la paz que deseamos, sino para construir la paz que necesitamos.
Debemos ser sinceros, ¿hasta qué punto no es hostil generar un impuesto nuevo cada vez que debemos enmendar una conducta presupuestaria irresponsable?, ¿hasta qué punto no lo es suspender de un día para otro un servicio público por un recorte largamente demorado?; ¿o cuando se privilegia la publicidad de los funcionarios a la calidad de los servicios?, ¿o cuando transformamos a los ciudadanos en cadetes requiriéndoles gestiones que deberían estar resueltas con información que el Estado ya posee? Sin transformaciones profundas, la convivencia seguirá sometida a una degradación erosiva y la pacificación de la vida cotidiana resultará imposible.
Pablo VI dijo: “El desarrollo es el nuevo nombre de la paz”. En la Argentina actual, la paz fundada en instituciones de calidad es el punto de partida de un proyecto de desarrollo. No se trata del odio ni del amor, emociones humanas inescindibles que no están monopolizadas por nadie. Se trata de configurar reformas adecuadas a este momento crítico, para favorecer una sociedad sin tratos excepcionales, sin la necesidad de líderes salvíficos, que aliente la confianza, que nos genere sentido cívico responsable, que nos permita recuperar la noción de orden y sentido de austeridad pública, que nos provea de un marco estable para la actividad económica, que nos posibilite reconstruir todas las referencias públicas de calidad, desde la escuela hasta la moneda y el crédito.
No dejemos la paz en manos de los gurúes ni las emociones a merced de los prejuicios.
Construyamos nosotros la parte que nos toca, el sendero de paz y desarrollo que nuestro pueblo nos reclama. Con orden, con certidumbre, con responsabilidad, con sensibilidad y con la cuota de grandeza y desapego que toda gran obra requiere.
Diputado nacional (UCR-JxC/Pcia. de Buenos Aires)