Sobre el coronavirus y la comunidad posible: pasos cortos, brazos extendidos y mirada larga
El siglo XXI quizás haya comenzado en el 2020, en el momento en que un virus local se transformó en una formidable pandemia global.
La velocidad con la que se extiende aún por el mundo el coronavirus dificulta la comprensión sobre su naturaleza y estructura, a la vez que torna casi imposible la elaboración de estudios empíricos que nos permitan tener una perspectiva medianamente sólida sobre cuáles serán las implicancias sociales, políticas y económicas del fenómeno. Hasta los más notables analistas sociales corren el peligro de quedar desautorizados en sus opiniones el mismo día en que las hacen públicas. Tal es el vértigo de estos días. Por ello, estas líneas no buscan pronosticar el futuro, sino reflexionar a partir del conocimiento del pasado y del discurso social del papa Francisco sobre los desafíos que esta pandemia acarrea.
Nadie duda que vivimos en tiempos globales, pero la globalización del siglo XXI no es un retrato nítido, sino un escenario complejo y tenso. Una de las primeras cuestiones que esta pandemia ha actualizado es el alcance real del flujo de personas en el mundo. Hasta hace un tiempo, era normal aceptar que la actual etapa de la globalización había facilitado enormemente los flujos financieros y, en menor medida, de bienes y servicios. Que un virus que surgió en una región china en diciembre del 2019 se haya trasformado en la mayor amenaza global del siglo en marzo del 2020 demuestra que los flujos de personas (por migraciones y turismo) han alcanzado una extensión de la que no teníamos conciencia clara.
En este contexto se hace visible la necesidad de un discurso que articule un "nosotros" más extendido, que dé sentido trascedente a la cooperación y la solidaridad
Debemos asumir también que esta pandemia es una amenaza de primer orden porque así la perciben los gobiernos y las clases medias del mundo: surgió en China, pero se expandió por los aeropuertos internacionales de cada país. Sufrieron y diseminaron el virus los favorecidos por la globalización, esa dinámica franja social de los grandes centros urbanos que encuentra en la globalización más posibilidades que amenazas. El virus no discrimina, su dramática expansión sigue la lógica que lleva del centro a la periferia; llegó primero a los centros urbanos más conectados con el mundo para desde ahí expandirse.
Los primeros efectos del virus en las sociedades y en la política parecen corroborar una hipótesis que cobró fuerza luego de la crisis financiera del 2008: que los efectos negativos de una crisis en los países centrales irradia extensa y rápidamente a todo el planeta, pero que las respuestas y soluciones suelen ser lentas y locales. La cooperación entre países y agencias para amortiguar los efectos de las crisis globales no se robusteció luego del 2008 y las consecuencias las percibimos con claridad en el 2020. Como expresó el papa Francisco, la enorme alarma que la irrefrenable expansión del coronavirus nos causa nos recuerda que "La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades".
Esta pandemia es una amenaza de primer orden porque así la perciben los gobiernos y las clases medias del mundo: surgió en China, pero se expandió por los aeropuertos internacionales de cada país
Sin embargo, no nació ayer este mundo de enorme fluidez en la circulación del dinero, de bienes y personas, pero a la vez desarticulado en el hábito de la cooperación ante la adversidad, terreno tan propicio para que la pandemia se trasforme en desastre. Como bien señala Aníbal Pérez Liñán, desde el 2008 se dio en muchos países desarrollados un sostenido crecimiento de partidos y candidatos extremos, imprecisamente llamados populistas, que vinieron a cuestionar más a la globalización y sus efectos en los países centrales que al capitalismo como manera de ordenar las relaciones sociales.
El Brexit, Trump, el crecimiento de la extrema derecha en Francia, los gobiernos autoritarios de Polonia, Hungría y Turquía desmienten algunas otras hipótesis lanzadas luego de la crisis financiera del 2008: ni una revolución solidaria global contra el mundo financiero como profetizaba la izquierda antiglobalista, ni una recuperación económica y del empleo fulgurante como vaticinaba el liberalismo globalizado. La economía global volvió a funcionar, pero no fue como antes, muchos de los empleos perdidos se recuperaron, pero son más precarios. La globalización de la precarización económica y del escepticismo en la política ha sido la nota distintiva de los últimos años. En este fértil terreno vienen creciendo sostenidamente expresiones políticas particularistas, algunas muy intolerantes, todas desconfiadas de un futuro mejor.
En este contexto se hace visible la necesidad de un discurso que articule un "nosotros" más extendido, que dé sentido trascedente a la cooperación y la solidaridad. Un discurso que vaya más allá de la lógica de la conveniencia económica y de la realización individual, sin caer en el autoritarismo intolerante que hoy abunda en Europa. Necesitamos un mensaje que nos recuerde lo débiles e impotentes que somos desunidos y lo dignos y fuertes que podemos ser al enfrentar juntos la adversidad. Un discurso que evite la ceguera que nos impide volver "…a nuestras raíces y evocar la memoria de nuestros ancianos, privándonos así de la inmunidad necesaria para hacerle frente a la adversidad".
La cooperación será más firme si se apoya en comunidades concretas y no en relaciones abstractas: ante la tormenta, las personas, las comunidades locales y los viejos Estados- Nación todavía importan
El discurso social del papa Francisco tiene la valiosa cualidad de interpelar a creyentes y no creyentes. Seguramente no es el único discurso existente, pero es hoy uno de los más visibles: mal que les pase a muchos de sus críticos, el actual Pontífice es una figura global, capaz de articular un discurso de alcance mundial. Por eso puede, en un momento tan crítico, recuperar en el lenguaje particular del catolicismo un mensaje universal de sufrimiento compartido y esperanza comunitaria. Quizás no sea casual que el lenguaje religioso del papa Francisco tenga la potencialidad para cuestionar sin destruir a un mundo escéptico en la cooperación y a merced de las fuerzas irrefrenables del mercado global. Algunos dirán que con los discursos comunitarios y la ética solidaria no alcanza. Sin dudas. Pero sin ellos nunca podremos direccionar el progreso material para ponerlo al servicio de todos.
Estas líneas lejos están de ser una denuncia contra los circunstanciales gobernantes, sino que intenta ser un aporte que apele a la construcción de una ciudadanía reflexiva, que deje de centrar sus esfuerzos en expandir su individualidad y comprenda la importancia de los lazos comunitarios y la cooperación social. Esa cooperación será más firme si se apoya en comunidades concretas y no en relaciones abstractas: ante la tormenta, las personas, las comunidades locales y los viejos Estados- Nación todavía importan.
Como bien señaló hace unos años el filósofo Roger Scruton, vivimos en tiempos donde se ha vuelto peligrosamente fácil destruir lo existente y enormemente difícil construir conjuntamente. No sabemos aún cuales serán las secuelas que nos dejará ésta pandemia, pero si reconocemos la fragilidad de nuestra actual condición, podremos comenzar a desandar un lento y fatigoso camino de cooperación, lúcido, posible y esperanzado. Un camino como el que nos señala el Papa: de pasos cortos, brazos extendidos y mirada larga.
* El autor es docente e investigador. Doctor en Derecho Político