Sin visualizar el futuro, el planeta será invivible
La teoría de la relatividad de Albert Einstein postula que el futuro que nos espera –como el pasado y el presente– son preexistentes y permanecen en un espacio-tiempo estático de cuatro dimensiones, pero nuestra conciencia se limita a percibir solo el presente.
El ser humano es incapaz de imaginar el futuro. Esa dificultad es, por otra parte, una de las patologías más difundidas del planeta. Una gran mayoría de los 7750 millones de sus habitantes padece afantasía, término acuñado en 2005 por el profesor británico Adam Zeman para describir a las personas que son incapaces de imaginar algo concreto como un simple bosque de montaña. Las víctimas de esa perturbación cerebral, descripta en el siglo XIX por Francis Galton, conocen los árboles, las rocas, los ríos y las ovejas. Pero no pueden “visualizar mentalmente” la totalidad del paisaje y, menos aún, proyectar en el tiempo una metamorfosis de ese conjunto, como las evoluciones que produce el tránsito del otoño al invierno, que modifican el aspecto de los objetos, alteran los colores y hasta transforman la apariencia del relieve. En la práctica, se sienten “ciegos de imaginación” y muchos de ellos son incluso incapaces de soñar.
Solo 2,5% de la gente padece esa “ceguera de la imaginación”. Pero el resto de la humanidad experimenta ese mismo déficit funcional del cerebro cuando trata de imaginar el futuro y proyectarse a un horizonte de 30 o 50 años. Casi todos –en particular los responsables políticos– tropiezan con dificultades cuando deben imaginar el mundo de 2050 o 2100 y prepararse para enfrentar las consecuencias del cambio climático y el impacto que tendrán las tremendas convulsiones de la cuarta revolución industrial sobre la vida cotidiana de la humanidad. En la otra cara de la moneda, acechan agazapados los demonios de las amenazas financieras, sociales y políticas que se multiplican con la aceleración del cambio tecnológico, las dimensiones descomunales que sigue desarrollando el sector financiero y, en particular, la financiarización de la economía. El primero –y el mayor– de esos riesgos, según advirtió un reciente informe de la Organización de Cooperación para el Desarrollo Económico (OCDE), es el aumento exponencial de las desigualdades y la pauperización de enormes sectores de la población mundial.
Los dirigentes fingen creer que el camino transitado hasta ahora permitirá llegar al futuro y enfrentarlo sin demasiados sobresaltos. Es lo que los especialistas de riesgo denominan el “síndrome de Casandra”, un sesgo cognitivo que consiste en ignorar las advertencias sensatas y fundadas, como admitir que el poder –económico, político y tecnológico– se está desplazando hacia el continente asiático y que las conmociones de los próximos años se producirán en detrimento de Occidente. Ese fenómeno será una transformación geopolítica sin precedente desde el Renacimiento.
Frente a esas dudas esenciales, las sociedades occidentales se preguntan con angustia quién piensa y quién construye nuestro futuro. El “prospectivista” francés Joel de Rosnay afirma que hay que amar y respetar el futuro para comprenderlo. La principal razón de esa incapacidad por parte de los decisores es que son analfabetos tecnológicos en un mundo dominado por la mecánica intelectual de altos funcionarios egresados de institutos de primer nivel. En China, la mayoría de los 371 integrantes del Comité Central, en particular los nueve miembros del Buró Político, son ingenieros de formación. Francia presenta el modelo opuesto: es el profesor de literatura clásica François Bayrou quien pilotea la planificación y reflexión prospectiva encargada de preparar las opciones del gobierno en materia “económico-social, demográfica, medio ambiente, salud, tecnología y cultura”. Ninguna de las dos escuelas es suficiente.
Es cierto además que, sin ser siquiera capaces de articular una respuesta para enfrentar las dificultades del presente, los dirigentes no se atreven a evocar el futuro por temor a quedar ridiculizados ante sociedades angustiadas, cuyo horizonte se extiende apenas hasta fin de mes. En un sistema político gobernado por la emoción y fuertemente condicionado por la presión mediática y los lobbies, sus opciones “reposan excesivamente en la intuición”, como descubrió el psicólogo Daniel Kahneman, recompensado en 2002 con el Nobel de Economía por sus trabajos sobre la teoría de la decisión.
Por falta de preparación o por timidez, los dirigentes terminan prisioneros de fuerzas incontrolables que toman decisiones en su lugar. Esa coerción debilita los esfuerzos –en especial del Estado– para integrar el interés de la sociedad en el largo plazo.
¿Qué se puede hacer en ese contexto para rivalizar con los apremios intelectuales, tecnológicos y financieros que despliegan los Gafam o los dos grandes polos mundiales de innovación tecnológica, Silicon Valley y el barrio de Zhongguancun, en Pekín? (A título de ejemplo, la facturación de los cinco componentes de los Gafam en 2020 totalizó 929.000 millones de dólares, cifra equivalente al PBI de Holanda, 17ª economía mundial, y el total del valor bursátil acumulado ascendió a 5,853 billones de dólares, superior a la riqueza de Japón).
Ante esas evidencias, es fácil entender que la planificación del futuro también es un componente clave de la noción de soberanía.
Para comprender de un vistazo los sobresaltos que nos depara el futuro alcanza con imaginar el impacto que tendrá el crecimiento demográfico. La población mundial, que era apenas de 1900 millones de habitantes, se triplicó hasta llegar a 6000 millones en el año 2000, rozará los 10.000 millones en 2050 y –si se cumple esa previsión– podría llegar a 17.000 millones a fin de siglo. La buena noticia es que, si no hay un cambio radical que perturbe esa trayectoria, la mitad del planeta habrá logrado salir de la pobreza entre 2025 y 2050, una evolución que está transformando las cadenas mundiales de valor. Dentro de 30 años, en los países emergentes habrá cerca de 10.000 empresas que facturarán más de 1000 millones de dólares anuales y estarán decididos a seducir a esa nueva clase de consumidores con un ingreso superior a 10 dólares por día, que podrán consagrar aunque sea una ínfima parte de su salario a gastos “suntuarios”.
En un informe divulgado hace cinco años, McKinsey Global Institut (MGI) preveía que en 2050 la mitad del PBI mundial será producido por las nuevas tecnologías disruptivas creadas en los últimos años. Sobre los 25 billones de dólares que registró el comercio en 2020, el intercambio digital reemplazó una parte considerable del volumen que transitaba por aire, mar y tierra.
La mala noticia es que no será fácil hacer frente a las exigencias que demandará el aumento de la población mundial en materia de alimentación, vivienda, trabajo, salud, educación, movilidad e infraestructuras urbanas. En la práctica, no existen estudios que aborden globalmente esos desafíos. Los organismos de prospectiva de las grandes potencias buscan definir las amenazas geopolíticas y estratégicas, las grandes empresas prefieren concentrarse en la previsión de riesgos o en el aporte –discutible– de los superforecasters (superprevisionistas), esa nueva categoría de gurús que fascina a ciertos inversores. La situación presenta dificultades más grandes cuando se piensa que, sin una verdadera cooperación multilateral, será extremadamente arduo lograr que el futuro se transforme en un presente vivible para las nuevas generaciones.ß
Especialista en inteligencia económica y periodista