Sin un consenso disruptivo, no hay futuro posible para la Argentina
A la falta de exportaciones y de moneda, el país suma la postergación crónica de reformas de fondo en las que muchos coinciden; sin embargo, el núcleo del problema no es económico, sino político
Mientras debatíamos sobre el riesgo (a mi juicio, infundado) de converger con el modelo venezolano, el país fue derrapando lentamente desde la meseta del ingreso medio, donde pernoctó al menos medio siglo, hacia una dinámica implosiva de factura propia que podríamos denominar el "modelo argentino". En aras de la síntesis, permítanme caracterizarlo en base a tres pilares.
MODELO ARGENTINO. Son conocidas a esta altura las dos fuentes principales de nuestra inestabilidad macroeconómica crónica: la falta de exportaciones y la falta de moneda. Solo agreguemos que, sin ahorros en pesos, la Argentina a menudo financia su desequilibrio fiscal crónico con una combinación de inflación y represión financiera (es decir, controles cambiarios y tasas reales negativas), castigando a los mismos inversores en pesos que tanto necesita. Y que, en su cortoplacismo, el país tiende a apoyar coaliciones antiexportadoras en la ilusión de maximizar y redistribuir rentas ajenas: en los años 60, las de los agricultores; en los años 70, cuando estas resultaron insuficientes, las de ahorristas locales y extranjeros (no solo bonistas: pensemos en los tenedores de efectivo que pagan el impuesto inflacionario), promoviendo la informalidad y la fuga de empresas y de trabajos calificados.
Por otro lado, la Argentina ha desarrollado en los últimos años un modelo de pobreza inclusiva que piensa la política social como una indemnización: los hogares socialmente excluidos por el fracaso del Estado para proveer bienes públicos y movilidad ascendente son "compensados" con una transferencia monetaria. A fines de 2019, solo el 20% de la población en edad de trabajar estaba empleada formalmente en el sector privado y contribuía al sistema universal de seguridad social, un desequilibrio fiscal que se consumió el boom de las materias primas en los 2000 y hoy se financia con impuestos indirectos al trabajo y la producción que retroalimentan el bajo crecimiento y la exclusión.
En ausencia de financiamiento externo (nuestro caso), cualquier estrategia secuencial está condenada al fracaso: sin estabilización, no hay inclusión laboral posible; sin inclusión laboral, no hay ajuste fiscal ni programa del FMI fiscalmente sostenible.
LA INSOPORTABLE LEVEDAD DE LAS REFORMAS. El tercer pilar del modelo argentino, más reciente y por eso menos tratado, puede ilustrarse con una lista. En los últimos cinco años, el país redujo los impuestos sobre el patrimonio en 2016 para allanar el camino hacia una amnistía fiscal exitosa, solo para aumentarlos dos veces en los últimos 12 meses; recortó las cargas laborales en 2017 para fomentar el empleo formal en el contexto de una reforma fiscal anulada dos años más tarde; sancionó una ley de la economía del conocimiento en 2018 para promover servicios calificados -quizás la principal fuente potencial de nuevas divisas del país- solo para reescribirla en 2020; redujo los impuestos a la exportación a principios de 2016 y los subió (y amplió) en 2019; limitó la protección de productores concentrados en 2017 y la elevó en 2020; creó y descreó las sociedades por acciones simplificadas (SAS) para promover el registro de empresas. La lista sigue.
Esta temporariedad, que hace que toda medida sea transitoria y reversible, rompe el mecanismo de transmisión de las políticas públicas. Si mañana el Gobierno ofrece exenciones de cargas salariales para nuevos empleos, otorga libertad de cambio a quienes inviertan en la construcción (como se insinuó hace poco) o reduce los impuestos a las exportaciones (como acaba de hacer), empleadores, inversores y exportadores probablemente, antes de actuar, esperarán a ver cuánto duran los cambios (y los detractores de las medidas pedirán su reversión). La temporariedad puede incluso funcionar de manera perversa, invirtiendo el efecto deseado: si se relajan los controles cambiarios, los ahorristas se apresurarán a comprar dólares antes de que el Gobierno se arrepienta; tras la eliminación de la prohibición de despidos, las empresas podrían anticipar ajustes de planta aprovechando la ventana temporal. Etcétera.
PRONÓSTICO. A la luz de lo anterior, y parafraseando las leyes de la mecánica de Newton, podría decirse que la Argentina seguirá moviéndose en la misma dirección y con la misma velocidad a menos que sea afectada por una fuerza externa, cuyo impacto dependerá de la inercia del país (y la Argentina tiene una inercia considerable).
En este sentido, un pronóstico conservador indicaría que, ante la ausencia de políticas disruptivas que aborden los aspectos antes mencionados, en un futuro cercano el país seguirá exhibiendo exportaciones rezagadas, inversión mínima, intervenciones ad hoc, inflación alta, presión cambiaria persistente, crecimiento per cápita negativo (después de un modesto repunte tras el colapso de la pandemia), más y más altos impuestos para compensar la disminución de la base tributaria y una renovada fuga de capitales, empresas y personas. En suma, más de lo mismo.
AGENDA MÍNIMA. La Argentina es un país sobrediagnosticado y subejecutado: los detalles pueden diferir, pero, después de tantos fracasos, existe un consenso considerable sobre qué hacer para salir de esta dinámica implosiva. De nuevo, el espacio obliga a la simplificación.
Un plan de estabilización debería incluir, como mínimo, una reforma previsional, no un cambio de fórmula que priorice el ajuste inmediato, sino un nuevo contrato sostenible, como el estipulado en la Ley de Reparación de 2016, que comprenda a los tres componentes del sistema por separado: el contributivo, el universal (asimilable a una transferencia fiscal en el presupuesto nacional) y los regímenes especiales (que deberían fondearse o eliminarse gradualmente). La estabilización también necesita un nuevo acuerdo fiscal para evitar el arbitraje entre nación y provincias y limitar el endeudamiento, y una reforma tributaria basada en un esquema progresivo de impuesto a los ingresos que reemplace la absurda cantidad de impuestos distorsivos y duplicados.
Un programa de inclusión laboral debería incluir, como mínimo, una reforma educativa orientada al acceso al trabajo y la formación profesional y laboral; un régimen laboral de emergencia basado en beneficios portables que repare el acceso al empleo de los desplazados por la crisis; convenios laborales versátiles para adaptarse a estructuras de costos y prácticas laborales que varían por tamaño de empresa, actividades y regiones; un régimen del trabajador independiente que lo saque de la precariedad y lo convierta en contribuyente; y un piso mínimo de ingreso. Por ejemplo, al nivel de la línea de indigencia, depositado sin intermediarios en una cuenta bancaria universal gratuita, que elimine la pobreza extrema y que, condicionado a la formación y la inserción laboral, revierta la segregación laboral y la indigencia estructural.
Hay otras políticas urgentes: la conectividad digital, por ejemplo, es esencial para mejorar la educación y el trabajo, y para competir en servicios globales; la política de inmigración es clave para compensar una demografía cada vez más preocupante. Pero este núcleo básico es suficiente para ilustrar el punto central de este artículo: no es suficiente con saber qué hacer.
Es un error pensar que los problemas económicos de la Argentina son de naturaleza económica. Todas estas asignaturas pendientes son técnicamente viables y han sido propuestas y elaboradas hace años, varias tienen proyectos durmiendo en el Congreso. Ninguna es viable si no se procesa políticamente. Y la política no está mejorando.
MONCLOAS. "Donde la jerga convierte los problemas de la vida en abstracciones, donde la jerga termina compitiendo con la jerga, la gente no tiene causas, sólo enemigos ". Eso escribió V. S. Naipaul en 1972 en un par de columnas de The New York Times como corresponsal de viaje en la Argentina. Naturalmente, el contexto no es comparable, pero las palabras del Nobel de Literatura, recontextualizadas, podrían aplicarse al presente porque hablan de la medida en que el lenguaje determina la percepción de la realidad, alejando a las personas de la realidad.
La polarización tribal de todo lo político en la Argentina tiene un efecto paralizante cuando se combina con la temporariedad de las políticas. La teoría de juegos diría que, para demostrar de manera creíble que está dispuesto a la reforma, un gobierno sin credibilidad debería incurrir en un costo inicial: de nada sirven las promesas reversibles (menos las que provienen de ministros que pueden ser removidos de un día para el otro). Nos bastan las señales, se precisa una seña. Y un gobierno sin recursos para señar sus palabras sólo puede ofrecer su capital político. Sin embargo, aun esto sería insuficiente en un contexto de polarización: como el compromiso no puede extenderse al próximo gobierno, primaría el temor a que la reforma se cancele tan pronto como la oposición llegue al poder.
Todas las propuestas al estilo de los pactos de la Moncloa se reducen, en última instancia, a esto: un compromiso para inmunizar un núcleo de políticas básicas de los vaivenes del ciclo político.
Algunos lectores pueden pensar, con razón, que nada de esto es relevante si la credibilidad del Gobierno está comprometida de modo irreversible. Sin embargo, el mismo argumento también se aplicaría a un nuevo gobierno que surgiera de las elecciones de 2023.
CODA.Las piezas para redactar ese entendimiento básico están sobre la mesa. Si no se llega a un acuerdo, incluso a los reformistas les resultará difícil implementar reformas creíbles. El político profesional puede pensar que la audacia es propia de la ingenuidad de los outsiders, que conviene avanzar de a poco¸ mirando encuestas, cuidando el resultado. Es posible que esto sea cierto, pero ¿qué logros tuvo este "pragmatismo" político en los últimos 40 años?
Sin reformas, lo más probable es que en diez años el país esté peor que a fines de 2019 (salteemos el inédito bienio 2020-2021), así como en 2019 estuvo peor que diez años antes. Sin un consenso disruptivo, no hay motivos para que el futuro difiera del pasado. Pura mecánica.
Economista / Esta columna esta basada en el artículo "Changing Argentina's Inertia", publicado en Americas Quarterly