La Odisea, una historia sin fin
Desde el Ulises, de James Joyce, emblema de modernidad, son muchos los que acudieron al mito homérico en busca de inspiración; en los últimos años, haciendo hincapié en Penélope, Margaret Atwood y Javier Marías son los que mejor le sacaron partido
La Odisea es uno de los mitos fundacionales de la literatura de Occidente y uno de los relatos que ostenta mayor número de reescrituras. La más célebre es el Ulises de James Joyce, una novela que exasperaba a Borges, entre otras cosas, por la minuciosidad maníaca con que se detallaba lo superfluo: "¿Por qué se ha de escribir un libro en el que se mencionan todos los comercios de Dublín?". Igualmente ineludible es "Ítaca", de Cavafis, un poema efectivo y efectista que devino, posiblemente por esta razón, en el spot publicitario de una empresa de telefonía. Versiones como las de Joachim Du Bellay, Alfred Tennyson o Derek Walcott son menos frecuentadas pero no menos dignas de mención y la lista sigue y seguirá, si los dioses lo permiten, por los siglos de los siglos.
El tema es conocido por todos: el hombre que tras varias aventuras regresa a su patria y a su mujer. Esa mujer que está sola y espera es Penélope, la afamada esposa fiel de la que, a excepción del ardid del tejido -un sudario que teje de día y desteje de noche para nunca terminar y así no tener que casarse con ningún pretendiente- se lo ignora casi todo. Esta perspectiva poco explorada y al mismo tiempo insoslayable -todo relato de retorno tiene como contrapartida, indefectiblemente, el de una espera- es la que eligen abordar el español Javier Marías en Berta Isla, que se publicó en 2017, y la canadiense Margaret Atwood en Penélope y las doce criadas, un libro de 2005 que acaba de reeditarse.
Berta, en la novela de Marías, no espera a un marino, no lo espera a Ulises sino a un hombre que se convirtió en espía. Tomás Nevinson es reclutado por los servicios secretos británicos por su talento para imitar acentos y aprender lenguas con rapidez. No hay en él una voluntad genuina de pertenecer a esa secta, no hay un real consentimiento, simplemente no tuvo escapatoria, como tampoco la tuvo Ulises cuando fue alistado para la guerra de Troya tras hacerse pasar, sin éxito, por loco. Dos hombres captados por sus habilidades que tendrán que valerse de la astucia y el disfraz para sobrevivir, dos hombres entrenados en la mentira.
Lógicamente las ausencias prolongadas de Tomás repercuten en la intimidad de su matrimonio, algo que Marías ya había examinado con su sintaxis hipnótica y zigzagueante en Los enamoramientos, su primera novela protagonizada por una mujer. ¿Cuánto conocemos al otro? Ese es el interrogante con el que convive Berta y cuya respuesta encuentra en una cita de Dickens: "Cada corazón palpitante es un secreto para el corazón más próximo, el que dormita y late a tu lado".
A diferencia de la impertérrita Penélope de Homero, Berta es un personaje que evoluciona, una mujer que intenta otras relaciones y falla, que fuma, se angustia, cría a sus hijos pequeños como puede y decide seguir esperando. Elige convertirse en la cronista imaginaria del paradero del otro, aunque los rasgos de ese otro se desdibujen y, cada vez que regrese, ella desconfíe: "Durante un tiempo no estuvo segura de si su marido era su marido".
Margaret Atwood da un paso más allá. No se conforma con contar la historia al revés, sino que introduce en el relato la perspectiva de género. Penélope y las doce criadas, al igual que la novela de Marías, se construye sobre un contrapunto; solo que lo que en Berta Isla es una mera alternancia entre la tercera y la primera persona, en Atwood se transforma en una ruptura radical, casi un diálogo de sordos. Por un lado está Penélope, que narra su historia desde el inframundo, a salvo de toda censura social, para rebelarse contra el deslucido papel que le asignaron los rapsodas y rescatar su inteligencia que, por lo general, valga la paradoja, tuvo que ver con hacerse la tonta.
Sería un error dejarse engañar por el tono ingenuo de Penélope, no muy distinto del de un cuento para niños, ya que nada de lo que Atwood pone en su boca carece de fundamento. Su infancia, su boda, la llegada a Ítaca y todo aquello que precede a la interminable espera con que Homero la inmortaliza están tomados de Los mitos griegos de Robert Graves. Cuando se queja del destrato de Telémaco, su hijo adolescente, tampoco inventa. Mary Beard, catedrática británica y referente del feminismo, sostiene que el primer ejemplo documentado en la literatura occidental de un hombre instando a una mujer a que se calle proviene de La odisea y los protagonistas son justamente Telémaco y su madre.
Pero lo más original en Atwood no es la narración lineal con la que Penélope esboza su cándida autobiografía, sino la de aquellas que murieron ahorcadas por orden de Ulises: las doce criadas. Atwood aprovecha esta anécdota atroz del final de La odisea para construir con ella un mundo. Podría decirse que en algún punto hay una relación entre estas doce jóvenes y las de su famosa novela El cuento de la criada, ya que unas y otras son mujeres abusadas. La diferencia es que en Grecia no las violaban para robarles sus hijos, como ocurre en la siniestra distopía puritana que fue llevada a la televisión con tanto éxito, sino por el solo hecho de ser esclavas.
"Esclavas", así, sin eufemismos, es la palabra que elige Emily Wilson -la primera mujer en traducir La Odisea al inglés- para referirse a estas criadas, y la emplea cientos de veces, para que de la precariedad de su situación no queden dudas. Sin embargo, hacia el final, en la escena en que son asesinadas, prefiere llamarlas "muchachas", y no "prostitutas", desmarcándose así de la interpretación misógina que, según ella, se venía imponiendo entre varios traductores varones.
Las voces de las criadas se irán intercalando anárquicamente, casi siempre en versos libres o rimados, con un vocabulario desafiante, brutal y desvergonzado. Son las voces de un coro que lamenta su destino y escupe su furia desde el infierno. En breve, a diferencia del shakespeareano y espiralado Javier Marías, a la autora canadiense no le alcanza con dar vuelta el prismático y mirar desde el otro lado, exige una reivindicación. Y, a conciencia o no, Atwood convierte a estas doce jóvenes en las primeras sororas de Occidente, aquellas que cantan y bailan juntas, aquellas que doblemente oprimidas y silenciadas (por ser mujeres y esclavas) denuncian desde un colectivo, irrumpen en los tribunales y reclaman venganza invocando a las Erinias -esas deidades primitivas con crines de sierpes que perseguían al asesino hasta volverlo loco- para que Ulises, pródigo en ardides, nunca volviera a tener paz.
PENÉLOPE Y LAS DOCE CRIADAS
Por Margaret Atwwod
Salamandra. Trad: Gemma Rovira. 176 páginas/$899
BERTA ISLA
Por Javier Marías
Alfaguara
552 páginas. $ 1199