El último refugio de la intimidad
Los finales de diciembre tienen como lugar común los listados. ¿Cuáles fueron las mejores películas, las series más adictivas, las muestras clave del año que se va? En general me toca responder por libros y desde el vamos tengo claro que la respuesta, si se dejan a un lado los hits de coyuntura, no puede ser más provisoria: la literatura es de absorción lenta y existen demasiadas probabilidades de que hayamos pasado por alto esa novela de Fulmerford que en el futuro reivindicaremos como una genialidad. Quizá sea por eso que en esas vagas ennumeraciones a veces los consultados tiendan a enumerar libros menores, incluso de conocidos o de amigos, como si se tratara de una cofradía amateur en la que posicionar un nombre y no tanto de reivindicar una lectura.
En 2019 -si se me pide alguna recomodación entusiasta- mi coraza protectora contra esa clase de tentaciones son las novelas de Rachel Cusk. Me refiero a su trilogía Outline, que publicó entre 2014 y 2018 pero solo circuló en castellano en los meses recientes. No hay fórmula más eficaz para que un libro nos agarre a contrapié que prejuzgar que no nos va interesar en lo más mínimo. Cusk (que nació en 1967 en Ottawa, Canadá, pero creció y vive en Inglaterra) ya había publicado varias novelas más o menos tradicionales (Arlington Park) cuando fue sacudida en sus cimientos por un divorcio traumático. La ruptura la llevó a escribir Aftermath: On Marriage and Separation. El volumen la convirtió en figura de ese género redivivo, rebautizado giro autobiográfico, que tiene en las redes sociales su cultivo bacteriano ideal. La particularidad de Cusk era su franqueza: no solo demolía al exmarido, sino que criticaba la división de bienes que la obligaba a ella (novelista exitosa que mantenía la familia) a ceder mucho de lo que había ganado. También en ese libro retomaba el tabú de un ensayo previo en que lamentaba amargamente su propia maternidad. Las críticas fueron tan fulminantes que, deprimida, la autora dejó literalmente de escribir. Ese vacio duró tres años hasta que se embarcó en la trilogía que la sacaría del marasmo.
"Una perspectiva aniquilada" llamó Cusk a la técnica de la que se vale en A contraluz (2014), Tránsito (2017) y Prestigio (2018). Más que abandonar la "autoficción" la sometió a un cambio radical, la volvió un antídoto contra esa omnipresencia del yo que había terminado por sofocarla. Como le explica la protagonista al millonario que en la primera entrega la invita a pasear en yate por las islas griegas: "Creo cada vez más en las virtudes de la pasividad, en llevar adelante una vida lo menos signada que se pueda por los propios deseos (...). Hay una gran diferencia entre las cosas que quería y las cosas que aparentemente podía tener, y hasta que finalmente pueda hacer las paces con ese hecho, decidí no querer absolutamente nada".
Para ponerlo de la manera más sintética posible: las novelas son guiadas por esa primera persona del singular de la que se tiene solo un puñado de datos. Incluso su nombre, Faye, aparece apenas un par de veces en todo el ciclo, en una evidente complicidad proustiana. A veces recibe llamados de los hijos y también queda en claro que hubo (cualquier parecido con la vida real es pura casualidad) una separación abrupta. Fuera de eso, la voz funciona como un radar que capta con precisión lo que tienen para contarle las diversas personas con que se cruza, de un viejo novio al que reencuentra de casualidad en una esquina a un obrero albanés orgulloso de que su hija de cinco años hable el inglés mejor que él.
A contraluz, el volumen inaugural, transcurre en Atenas, adonde Faye (también novelista) va a dar una serie de talleres de escritura creativa y mantiene conversaciones (así la presenta la edición en inglés: una novela en diez conversaciones) con amigos y alumnos que desgranan recuerdos, ansiedades y alguna que otra epifanía. El procedimiento se repite con mayor profundidad en Tránsito, solo que en esta segunda obra la narradora acaba de dejar el campo y se instala en Londres para reformar un departamento donde pretenderá rehacer su vida. Prestigio también inicia, como la primera novela, con un vuelo (la historia de su compañero de asiento vale ya toda el libro) que la lleva a un festival literario. En ese último volumen desfilan escritores vanidosos, editores, periodistas y otros actores culturales, una fauna retratada de manera impiadosa e imperdible. Puede parecer un poco de gueto y, contra todo, no lo es: las cavilaciones sobre el sentido de seguir escribiendo en los tiempos que corren, donde la literatura parece estar en todos lados sin que le interese de verdad a nadie, valen más que cualquier ensayo kilométrico sobre el tema. Cusk sospecha -es su gran descubrimiento- que la literatura es el refugio de la más pura intimidad y que esa intimidad no tiene nada que ver con hablar de uno mismo. De lo que pasa en un libro no se puede hablar: solo queda callar.