30 años de la caída del Muro. El ocaso de un gigante que se quedaba sin aire
Al promediar el tercer capítulo de Chernóbyl, la excelente serie sobre el desastre nuclear soviético ocurrido en 1986, aparece en acción Mijaíl Shchadov. Flanqueado por dos soldados del Ejército Rojo, el ministro de la industria del carbón llega a Tula para reclutar a un grupo de mineros. La tarea que les encomienda es comprometedora: deben dirigirse a la central nuclear para evitar que el combustible derramado por el accidente alcance las napas subterráneas. Los mineros conocen el riesgo, pero no les queda mayor opción. Luego de aceptar en silencio, se dirigen cansados y sucios a los autobuses que los transportarán no sin antes posar, en un impostado gesto de reafirmación, sus negras manos sobre el impecable traje del ministro. El último de la fila, al ver la transformación operada sobre la prenda, le dice con sorna: "Ahora sí se parece a un ministro de la industria del carbón". En esa memorable escena se sintetizan varios de los problemas en los que estaba sumida la Unión Soviética hacia mediados de la década de 1980: la crisis del rígido modelo de planificación económica, la profunda desconexión entre los dirigentes y su población y los límites del dominio del partido-Estado, entre otros. Si de algo sirvió el accidente fue para confirmar la convicción de Mijaíl Gorbachov, por entonces secretario general del Partido Comunista y hombre fuerte de la URSS, de que había que reformar de modo urgente a un país que se veía cercado por el estancamiento económico, la descomposición social y las presiones del sistema mundial.
Sin embargo, el proceso de reformas no comenzó con Chernóbyl ni con Gorbachov, sino algunos años atrás con el ascenso de Yuri Andrópov. Antes de ser secretario general, Andrópov había trabajado cerca de quince años como jefe de la temible KGB. Desde esa función, conocía quién robaba y quién mentía, qué sectores de la economía derrochaban recursos y otras grandes falencias del régimen. Al llegar al poder en noviembre de 1982, sabía que el sistema de planificación centralizada no terminaba de adaptarse a las nuevas necesidades de una población que ya no valoraba su bienestar comparándolo con el de sus antepasados sino con el de Europa y Estados Unidos. La baja calidad de los bienes de consumo, la falta de servicios y las largas filas para acceder a alimentos básicos comenzaban a impacientar a la ciudadanía. De ese modo, Andrópov comprendió que si no se avanzaba con un intenso plan de reformas que atacaran la corrupción y la ineficiencia, la Unión Soviética tendría los días contados. Su muerte, tan solo quince meses después de haber sido elegido, le impidió avanzar en profundidad. Alerta y temerosa de perder sus privilegios, la élite moscovita eligió como nuevo secretario al conservador Konstantín Chernenko. Pero el viejo y enfermo dirigente apenas pudo recomponer el rumbo: falleció al cabo de un año de entrar en funciones. Su reemplazo por Mijaíl Gorbachov, un abogado que hacia 1985 había entrado en sus 50, marcó el fin de la gerontocracia y el inicio de las tan necesitadas transformaciones. A esas alturas, el proceso de reformas ya era irreversible.
Las reformas
El plan original de Gorbachov no era, sin embargo, el de saltar directamente al capitalismo. Hasta el último día él y varios de sus aliados en la tarea quisieron mantener al socialismo con vida. Darle aire a la Unión Soviética. Para ello, como habían aprendido de Andrópov y del accidente de Chernóbyl, debían emprender una transformación de la economía. A ese proceso se lo conoció como perestroika, que en ruso significa "reconstrucción". Como tal, combinó la democratización de las instituciones económicas con la introducción de ciertos elementos de mercado para superar el estancamiento económico, mejorar la calidad de vida de la población, descomprimir tensiones sociales y hacer frente a la creciente competencia tecnológica con Estados Unidos. Con la democratización se buscaba una planificación más descentralizada y mejor coordinada, donde tanto el director de las empresas como los trabajadores tuvieran una mayor participación en la toma de decisiones. Con la introducción de elementos de mercado se procuraba que la competencia mejorara la eficiencia y ayudara a tener en cuenta los intereses de los consumidores. Pero el Norte seguía siendo el mantenimiento del socialismo, no su reemplazo por el capitalismo.
Para poder llevar adelante esas reformas, el gobierno debía contar con información confiable. Debía permitir que los economistas, pero también periodistas y analistas, debatieran abiertamente los problemas existentes para que pudieran emerger soluciones efectivas. De nada servía un relajo de la centralización económica si el flujo de información seguía cerrado o distorsionado. Entonces surgió la glasnost, un término ruso de difícil traducción que remite a la transparencia y la apertura, dos pilares centrales de este proceso. De un día para otro, diarios y revistas como Ogonyok y Novy Mir pasaron a publicar críticas al comité central del Partido, varios disidentes fueron liberados -como sucedió con Andrey Sajárov, el inventor de la bomba de hidrógeno-, la memoria de bolcheviques ejecutados durante el estalinismo fue rehabilitada y hasta los Beatles pudieron ser escuchados por primera vez sin censura. La apertura permitió que se expresaran un conjunto de posiciones que iban desde el reformismo comprometido hasta el conservadurismo más reaccionario. La última intelligentsia soviética ahora podía diseminar sus ideas por radio y televisión. Sin glasnost no podía haber perestroika y sin perestroika no podía seguir existiendo la URSS.
Los días contados
Tal vez estos dos procesos hubieran bastado para mantener a flote el proyecto socialista. Pero, consecuente con su objetivo de democratizar el sistema, Gorbachov dio un paso que a la postre resultaría fatal: luego de abrir la economía y el debate público, abrió también el juego político. "La esencia de la perestroika descansa en el hecho de que une al socialismo con la democracia", escribía en 1988. Ahora también habría elecciones libres, que reemplazarían al viejo sistema de designaciones y candidatos únicos, y nuevos órganos, como el Congreso de Diputados del Pueblo, que apuntalarían el proceso de reforma económica y cultural. Esa maniobra cercenó el monopolio del poder del Partido Comunista y permitió el surgimiento de un nuevo actor decisivo: la coalición procapitalista. Encabezada por Boris Yeltsin, estuvo conformada en gran parte por miembros del Partido cuya lealtad estaba más cerca del pragmatismo que de la ideología. "Por supuesto, estoy afiliado al Partido Comunista, pero no soy un comunista", podía responderle un miembro del Partido al corresponsal norteamericano Fred Weir en julio de 1991. La coalición procapitalista vio en la economía de mercado un modo más directo y seguro para garantizar la acumulación de bienes y privilegios. Su bienestar no estaría dado por el lugar que ocupaban en la burocracia -siempre frágil-, sino por el control privado de los medios de producción. Luego de las primeras elecciones libres celebradas en marzo de 1989, los días de la Unión Soviética estaban contados. En una rápida reconversión que distó de ser violenta, la élite soviética pasó de citar a Lenin a ponderar las bondades de la "economía normal", el eufemismo que ella misma eligió para aludir al capitalismo sin sonrojarse.
En 1989 Víktor Tsoi, la estrella del emergente rock soviético, todavía podía cantar: "¿Quieres cambiar el mundo? / ¿Te sentarás en la silla eléctrica o en el trono? / De nuevo afuera hay un día claro / es el día que me llama a luchar". Pero en menos de dos años el espíritu de las reformas ya estaba muerto. Como un efecto dominó, a la destrucción del Partido le siguieron el desmantelamiento del sistema socialista y el desmembramiento de la Unión Soviética como Estado-nación. El comunismo mundial perdía su faro y el siglo XX bajaba sus persianas varios años antes de lo previsto.
Doctor en Historia. Coautor, junto a Pablo Stefanoni, de Todo lo que necesitás saber sobre la Revolución Rusa (Paidós)
Martín Baña