Una cuestión de matices
Como un abuelito que repite siempre la misma anécdota, confieso que abuso de una escena que viví hace muchos años, apenas desembarcado en la península ibérica. Cada vez que surge el tema del idioma, de las variantes lingüísticas del castellano, cuento esta historia un poco tonta. Supongo que insisto y me la cuento a mí mismo para no olvidar que el malentendido es inevitable.
Quizás el malentendido sea en realidad la única lingua franca que compartimos más de 500 millones hispanohablantes en todo el mundo. Y eso, lejos de ser una maldición de Babel, es maravilloso. Hablando la gente no se entiende, decía Saer, y apuntalaba esa provocación o inversión del tópico, más bien, con ejemplos de la vida amorosa. Había que mirar cómo funcionaban de verdad las parejas en la intimidad, para darse cuenta de que solo podían limar sus diferencias y resolver los problemas cuando cerraban la boca. O la abrían capaz, pero para fines más placenteros que el mero decir.
Resumo la historia sin más suspenso. A poco de llegar a Barcelona y por razones que vienen al caso, trabajaba en una distribuidora mayorista de textiles. Un día mi jefa me agradeció con un dulce cumplido: "Gracias, capullo", la organización de un pedido o la satisfacción de un cliente, no me acuerdo bien, pero no importa. Noté cierta ironía en el tono, pero le respondí en consonancia: "De nada, pimpollo". La cara que me puso se me quedó grabada y esa estampa todavía hoy para mí funciona como una dosis concentrada de gas hilarante. Tardaría días o semanas de aclimatación a la peculiar temperatura lingüística mediterránea para entender que aquel capullo con el que me había regalado no remitía al capullito de alelí que cantaba Caetano ni a ningún otro. Era de otra familia botánica muy distinta. Es la versión suave y más familiar del gilipollas. Es decir, que con toda la dulzura de esa palabra tan gráfica me había llamado cretino, tarado, estúpido, o si se prefiere gilún, nabo, salame o por el estilo.
Volví a contar por enésima vez esta historia hace poco, en un diálogo con el mexicano y buen amigo Juan Pablo Villalobos, afincado también en la ciudad desde hace unos años. Y sí, otro sinónimo muy atinado de capullo es pendejo. La cuestión es que la discusión derivó, como sucede con los escritores latinoamericanos desterrados, en la sempiterna pregunta de en qué lengua escribir, en qué registro, tono o variante del español. Una pregunta que muchos se responden con otra que plantea el falso dilema de para quién escribir.
Está claro que la utopía de un castellano estándar no existe. Ni siquiera ese supuesto registro panhispánico que, según algunos, forjó Roberto Bolaño porque no es más que un artificio literario. Construyó esas catedrales narrativas de Los detectives salvajes y 2666 con una lengua de ficción, que resulta de la sumatoria de muchas variantes del español que se habla en México, en Chile, en la Argentina, en Venezuela, en Cataluña...
Algo similar intenta Villalobos en su última novela No voy a pedirle a nadie que me crea, en la que combina el habla de varios personajes de origen diverso. Pero el mexicano no se engaña: tampoco la sumatoria de matices garantiza, por suerte, la eficacia comunicativa.
La polémica tiene cierta actualidad a propósito del escándalo que provocó Netflix subtitulando en español ibérico Roma, la candidata a los Oscar de Alfonso Cuarón. Como si las peripecias de la mensa o babosa Cloe por permitir que un chamaco le dejara el encargo de preñarla necesitaran traducción. Afortunadamente la plataforma ya retiró los subtítulos, que muchos interpretaron no sólo como un insulto a la inteligencia del espectador, sino como un gesto político nada inocente de servidumbre.
Hay quien piensa que no es para tanto, y antepone esa supuesta eficacia comunicativa a los matices. No hace mucho Florencia Etcheves me confesaba que permitió la trasmutación de algunas palabras, muy pocas, en la edición española de Cornelia para facilitarle las cosas al lector ibérico. Y esa posición es respetable, pero la pregunta sigue siendo la misma. ¿Transigir para quién? ¿Le hacemos un favor al lector empobreciendo su horizonte lingüístico o a la industria cultural? Porque luego nos encontramos con un personaje rosarino, y no me refiero a la novela de Etcheves, que recuerda la comida que le hacía su abuela con guisantes y judías verdes. Houston, tenemos un problema.
Un gran defensor de la riqueza de la diversidad lingüística del castellano global sin centros rectores es el peruano Fernando Iwasaki, cuyo libro Las palabras primas recomiendo encarecidamente. Porque no es lo mismo mersa que hortera (España), siútico (Chile), pavoso (Venezuela), naco (México) o lobo (Colombia). Cada una tiene su matiz, por suerte.