El peine de los calvos
Te conozco hace más de 15 años, ¿y Claudio se tiene que morir así para que me entere de lo de tu viejo?", le puse en un mensaje a A. Y al trascribirlo me doy cuenta de lo bestia que fui. Supongo que si A no me mandó de paseo, para decirlo finamente, era porque estaba todavía en estado de shock, igual que yo y media Barcelona. La identidad de A, un muy buen amigo y mejor escritor, por pudor, me la reservo. La de otra letra muy querida que sigue, también. La de Claudio es obvia.
El mensaje, en realidad, era una felicitación por la excelente columna que había escrito. Un texto que me había hecho saltar las lágrimas por la sencillez y la honestidad con la que decía algo que repitieron muchos y muchos en verdad sentimos: la orfandad literaria en la que nos dejó la inesperada muerte del gran editor en lengua castellana de las últimas décadas a ambos lados del Atlántico Claudio López Lamadrid.
Pero A lo decía sin ninguna grandilocuencia, más bien con la rabia contenida de una confesión dolorosa. Contaba que, desde que había perdido a su padre con 13 años, siempre había buscado sustitutos, primero con el periodismo y después en la literatura. Y cuando finalmente lo había encontrado en la figura protectora de Claudio, su editor también se había marchado.
Si la felicitación me había quedado en ese tono de reproche, era porque yo también estaba enojado y triste. Enojado con Claudio por haberse ido así de manera prematura e inesperada, con A por no haberme contado nunca lo de su viejo, a pesar de tantas charlas personales que habíamos tenido, y enojado conmigo por no haberme dado cuenta de lo obvio, de "La carta robada" de Poe ahí a la vista. Toda la lograda obra de A, de la primera a la última novela, explora un único tema en todas sus variantes: la muerte. Pero ¿qué muerte en concreto lo atraviesa de verdad?
"Es que la vida pasa y nunca hablamos de las cosas importantes", me respondió A, como disculpándose. Yo lo único que quería era darle un abrazo fortísimo y se lo dije. Antes de que se lo diera al día siguiente en el funeral, larguísimo y sin mediar palabra; L, una muy buena amiga de ambos, también autora de Claudio y también rota, me sorprendió. "Ah, pues a mí sí que me lo había contado. Alguna vez hablamos de todo eso...", me dijo cuando le confesé que jamás me había enterado de ese dato clave en la biografía de A.
Lejos de ponerme celoso en el siempre delicado ménage à trois de una amistad, L me hizo pensar en cuántas cosas personales realmente dolorosas o importantes le había contado a ella y con él me las había guardado. Yo había hecho exactamente lo mismo que le reprochaba a A. ¿Por qué los tipos somos así? ¿Por qué nos cuesta tanto entre nosotros decir las cosas, llegar al hueso, mostrarnos tal y como somos de verdad, sin velos ni corazas? Vulnerables. Frágiles en algún punto. Huérfanos de un modo u otro.
Si lo hiciéramos más a menudo, con los que nos importan de verdad, quizá la intemperie no sería tan severa. El problema, en realidad, son las palabras que no se dicen a tiempo, los abrazos que no se dan en su momento y que luego quedan pendientes. Y eso es irremediable.
La última vez que estuve con el editor que nos dio a conocer a David Foster Wallace, el que reclamaba a gritos el Cervantes para Aira y no bromeaba, el que hizo tanto por la literatura en castellano y por todos nosotros, me acuerdo de que discutimos por una tontería. Tomaba mate en su despacho -era más catalán que el pà amb tomaquet (pan con tomate) sí, pero tomaba mate cada día, aunque no se lo crean- y discutimos porque no estaba de acuerdo con el enfoque que me habían pedido para una nota, que por suerte jamás escribí.
Como era además un caballero, la discusión se quedó en nada, en el apretón de manos y en la promesa de alguna futura exclusiva a cambio de dejarlo correr, que por su puesto no creí. "Te lo compensaré, Matías", me dijo Claudio con esa sonrisa tan ladina.
De lo único que me arrepiento ahora es de haberme conformado con el apretón de manos y no haberme despedido de él con un abrazo. Uno como el que le di a A en el tanatorio. Y de no haberle creído que me compensaría. Ya lo había hecho con creces. Eso es lo que sé ahora, y que las palabras que no se dicen o los abrazos pendientes son imperdonables. Y para el caso, como siempre, la experiencia es un peine para un calvo.