Sin reservas, delante de Putin y los micrófonos
La urgencia ubica a Fernández muy lejos de bajar la dependencia con EE.UU. y el FMI, el anhelo que dejó escapar durante esos minutos en el Kremlin ahora cuestionados
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El problema empezó a agravarse hace diez días y es bastante más significativo de lo que trascendió hasta ahora: una buena cantidad de fabricantes de múltiples sectores que van desde automotores o electrodomésticos hasta acero o aluminio tienen importaciones atrasadas porque, por la falta de reservas, el Estado no les vende dólares. Que solo se hayan oído hasta ahora quejas públicas moderadas es exclusivo mérito de los funcionarios, que les pidieron a los empresarios calma para no alarmar al mercado cambiario. Pero tanto Matías Kulfas, ministro de Desarrollo Productivo, como Mercedes Marcó del Pont, jefa de la AFIP, y algunas líneas del Banco Central escucharon varias veces el reclamo esta semana.
“¿Qué hago con el buque, le pido que se vuelva, que me espere o directamente lo hundo?”, decía con ironía anteayer un fabricante que todavía no pudo descargar del Mar Argentino una partida de insumos por 20 millones de dólares. La espera de un barco importador no resulta nunca gratuita, ni en sentido propio ni figurado, y menos en estos tiempos: cuesta 40.000 dólares por día en el agua y, además, por la escasez de fletes que siguió a las cuarentenas en el mundo, es altamente probable que el proveedor opte la próxima vez por venderles a clientes más cumplidores.
El desencadenante manifiesto del asunto fueron los cambios en la normativa que la AFIP hizo para calcular la capacidad económica financiera (CEF) de quienes quieren importar, una categoría que creó el gobierno de Macri y que les da prioridad de acceder a divisas a aquellas empresas que tengan cierta proporción entre su patrimonio y lo que pretenden comprar afuera. Un modo de distinguir entre importadores natos –firmas que traen desde anteojos hasta productos textiles o juguetes y no fabrican nada– de aquellos que necesitan la mercadería como insumo. Son en realidad distinciones de tiempos de comercio administrado o cepo: en un mundo 100% libre y sin restricción externa, lo normal sería que todos tuvieran acceso a todo. Los empresarios saben que, más allá de lo formal y lo que digan los funcionarios, este tipo de requisitos se endurece cuando faltan dólares. Lo significativo del malestar de esta semana es que se oyó en el lugar menos pensado, la Cámara de Exportadores de la República Argentina, que contó el miércoles en un comunicado que varias empresas habían tenido “grandes dificultades” para tramitar importaciones “por no tener capacidad económica financiera suficiente, según la determinación que realiza la Administración Federal de Ingresos Públicos”. Ayer se sumó al planteo la Cámara Argentina de Comercio, que dijo tener una “profunda preocupación”. Los involucrados en el caso ven en la norma razones escondidas que exceden el control habitual del organismo recaudador. Una obviedad que terminaron de corroborar esta semana en las conversaciones con funcionarios, uno de los cuales atribuyó el problema a “la situación de reservas líquidas que tiene el Central”. La admisión de la dificultad fue en varios casos acompañada de un pedido o recomendación: esperar “hasta abril”, cuando entren los dólares de la cosecha gruesa.
Kulfas se sintió obligado a dar explicaciones. “No van a faltar dólares para la producción este año”, dijo, aunque aceptó la existencia de inconvenientes que definió como “transitorios” y en sectores específicos. En la Unión Industrial Argentina y en varias cámaras se habló largamente del tema, y se contactaron a su vez con el ministro y con Marcó del Pont. Han entendido hasta ahora, dicen, la necesidad de apaciguar las declaraciones. Se limitan entonces a exponer la situación con pedido de reserva y a confeccionar relevamientos sectoriales internos: es probable que la semana próxima le lleven a Kulfas algunas listas de las compañías más urgidas. “El límite es si tenemos que parar alguna línea de producción”, advierten.
Este es el escenario en que Alberto Fernández debe discutir lo que supuestamente debería aliviar el panorama, el acuerdo con el FMI. Por eso algunos de sus colaboradores sienten vértigo cada vez que lo ven enfrascarse en controversias globales que podrían demorar el respaldo de la Casa Blanca a esas negociaciones con el organismo. Entre ellas, sus críticas a Estados Unidos en la reunión con Putin. “Eso no estaba en el brief, nos sorprendió”, le contestó esta semana un funcionario a un ejecutivo que quiso entender el tenor de la charla en Moscú, en la que parecen haber fallado reglas elementales de protocolo: en general, nadie en el mundo de la diplomacia habla de un tercero en una reunión bilateral.
En la Casa Rosada volvió a cundir desde entonces cierta sensación de desaliento. ¿No es suficiente con los problemas que vienen del Instituto Patria para además tener que exponerse a una serie de errores no forzados del bando propio?, razonaron. Al primer descuido que enumeran, la incontinencia discursiva del jefe del Estado, habría que agregarle una desorganización atribuida al equipo de comunicación, que la periodista Guadalupe Vázquez explicó en LN+: la posibilidad de que, al momento de hacer las imágenes del encuentro con Putin, no hubiera quedado del todo claro si ya estaban encendidos también los micrófonos. ¿Las palabras de Alberto Fernández que quedaron grabadas estaban pensadas solo para la intimidad?
La perplejidad que desde entonces trascendió del Departamento de Estado, expuesta por Jorge Liotti en este diario, coincide con el testimonio de quienes en los últimos días se contactaron con el embajador Marc Stanley. Los norteamericanos quieren saber si deben interpretar algunos detalles de la gira presidencial con criterios de estrategia o se trata solo de gestos de consideración personal. ¿Había necesidad, por ejemplo, de visitar en Pekín el Centro Tecnológico de Huawei, empresa a la que por razones de seguridad resisten como proveedora de la tecnología 5G para la región? Es cierto que también Macri la recorrió durante su presidencia. Pero no deja de ser una preocupación recurrente que, esta vez, parte de una administración ideológicamente más impredecible que la de Juntos por el Cambio. Jake Sullivan, asesor de Seguridad Nacional de Biden, se la transmitió taxativamente al Gobierno el 6 de agosto pasado, en una visita que incluyó un almuerzo con el Presidente en la Casa Rosada y una charla en la embajada con Sergio Massa. Se entiende, desde esa óptica, que el líder del Frente Renovador repruebe en privado: a la función que solía atribuirse a sí mismo delante empresarios y diplomáticos norteamericanos, “nexo no formal con los informales del Instituto Patria”, deberá incluir ahora la de intérprete de las verdaderas intenciones de Alberto Fernández.
Los funcionarios demócratas vienen aclarando que, de todos modos, estas dificultades para entender a la Argentina no entorpecerán el respaldo a un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional. El problema para el Gobierno es que lo necesita con mayor apuro que el que muestran en Washington. Por algo que los economistas advierten desde hace rato: las reservas del Banco Central estarían ya en niveles negativos. Gabriel Rubinstein, exfuncionario de Lavagna, dijo esta semana en Twitter que eso empezó a ocurrir a partir del 28 de enero, cuando se hizo el último pago de intereses al organismo. La urgencia ubica entonces a Alberto Fernández muy lejos de bajar la dependencia con Estados Unidos y el FMI, ese anhelo que, consciente o no de los micrófonos, dejó escapar durante esos minutos en el Kremlin ahora cuestionados, sin reservas en todo sentido.