Sin previsibilidad, no hay seguridad jurídica y desaparece el Estado de Derecho
El maestro Germán Bidart Campos afirmaba que “la Constitución escrita de un Estado democrático es un sistema normativo que tiene fuerza obligatoria y vinculante; es decir, que reviste naturaleza de norma jurídica y no un mero carácter declarativo u orientativo”. Esta doctrina se conoce como “la fuerza normativa de la Constitución” y tuvo nacimiento en la Alemania de 1959 de la mano de autores como Konrad Hesse y Peter Häberle. Al ser la Constitución un instrumento de orden público no puede verse desvirtuada por las normas inferiores que requiera para su aplicación. La Constitución y los derechos que defiende no pueden ser alterados por las leyes que reglamenten su ejercicio. Debe seguirse de manera absoluta el gradiente que contempla el artículo 31 de la Constitución Nacional (CN).
Esta teoría es interesante cuando se analiza el concepto de nulidad absoluta e insanable, que los constituyentes incorporaron únicamente en tres situaciones extremas: arts. 29, 39 y 99 inc. 3. El primero de ellos (art. 29) califica como insanablemente nulos aquellos actos que otorguen facultades extraordinarias o la suma del poder público. El segundo (art. 36) califica de insanablemente nulos a los actos de fuerza contra el orden institucional y el sistema democrático. El tercero (art. 99 inc. 3) habla de los tristemente célebres DNU, advirtiendo que “el Poder Ejecutivo no podrá en ningún caso bajo pena de nulidad absoluta e insanable emitir disposiciones de carácter legislativo”. Estas disposiciones no pueden ser alteradas por ninguna ley infraconstitucional. Los poderes constituidos (Ejecutivo, Legislativo o Judicial) deben dictar normas y ejecutar actos del modo que la Constitución manda, sin que exista margen de discrecionalidad. Esta puede generar arbitrariedad que es una de las causales para interponer un recurso extraordinario de inconstitucionalidad.
Esto puede ser fácilmente entendible: imaginemos por un instante que, mediante un DNU, un presidente decide cerrar el Congreso de un día para otro. Es decir que una autoridad constituida asume facultades y accede a cierto poder mediante un hecho de fuerza: ¿qué sucede con las normas y actos dictados durante el ejercicio de ese poder fraudulento? Si la Constitución considera nulo el acto de toma del poder, también deben ser nulos los actos que se hagan en ejercicio de ese poder fraudulento.
Esto viene a cuento particularmente luego de lo sucedido en las últimas semanas, con el DNU por el cual el PE incrementó los gastos reservados de la SIDE y el anunciado veto del Gobierno a la ley de reajuste de haberes jubilatorios sancionada por el Senado, medidas con las cuales el Ejecutivo avanza sobre el papel del Legislativo.
Cuando un presidente emite una disposición de carácter legislativo y usurpa facultades que la soberanía popular no le otorgó, dicta actos nulos, cuyas consecuencias deben también considerarse nulas. Una disposición de carácter legislativo dictada por el Poder Ejecutivo no debe producir efectos. Por lo tanto, la anulación que realice el Congreso de estos decretos tendrá efecto retroactivo y no implicará simplemente una derogación a futuro.
Hay parte de la doctrina que entiende que a partir de la sanción de la ley 26.122 (reglamentaria de la Comisión Bicameral de control de los decretos de contenido legislativo que fuera sancionada cuando Cristina Kirchner se desempeñaba como presidenta de la Comisión de Asuntos Constitucionales del Senado), en virtud de su artículo 24, quedan a salvo los derechos adquiridos durante la vigencia del DNU. La ley 26.122 es como las harinas, todos la critican, pero nadie deja de usarla. Parte de esta doctrina sostiene que, aunque no nos guste, es la ley vigente y el Congreso debe cumplirla. El presidente actual había prometido modificar esta ley durante la campaña electoral, pero cuando ganó la elección y asumió la presidencia de la Nación, olvidó la promesa…
Recordemos que en su artículo 24 la ley 26.122 se vuelve más peligrosa, porque contradice a la Constitución al requerir el rechazo del DNU por ambas cámaras del Congreso. En consecuencia, resulta más fácil legislar por decreto que hacerlo por el procedimiento de formación y sanción de leyes que contempla la CN (arts. 77 a 84). El art. 82 de la CN dice que la voluntad de cada cámara debe manifestarse expresamente y que se excluye, en todos los casos, la sanción tácita o ficta. Por lo tanto, el silencio de una cámara no puede ser utilizado para permitir la vigencia de una disposición legislativa emanada del Poder Ejecutivo. Como no existe un plazo para que las cámaras se pronuncien, el mero transcurso del tiempo asegura la vigencia de la norma y así se infringe la norma mencionada que prohíbe la sanción de leyes por el mero paso del tiempo.
De lo que podemos estar seguros es de que este fárrago doctrinario es consecuencia de la utilización desordenada de disposiciones legislativas por parte del Poder Ejecutivo. Las reglas constitucionales muchas veces frenan, bloquean, limitan y restringen, pero también son ordenadoras, hacen más eficientes a los sistemas, especializan el trabajo. Así es como impulsan la realización de todo tipo de actividades. Cuando los argentinos entendamos que es más eficaz cumplir una ley justa que incumplirla quizás tengamos desarrollo económico. Mientras tanto vamos a seguir insultándonos recíprocamente y costeando caros litigios que solo sirven para hacernos perder recursos. La previsibilidad impulsa la realización de los más variados emprendimientos y acciones porque da contenido a un principio fundamental que ilumina a un Estado de Derecho, el postulado de seguridad jurídica.
Afortunadamente desde 1983 no se han producido golpes de Estado en nuestro país. Sin embargo, la violación regular de la ley fundamental, por ejemplo, a través del dictado de decretos de contenido legislativo sin respetar los límites estrictos que ella prevé genera el fenómeno que hemos dado en denominar: “microgolpes de Estado”, su efecto no conmueve el edificio institucional de modo inmediato como ocurre con los golpes de Estado, pero va produciendo poco a poco el desmoronamiento del sistema instituido previsto en la CN.
Christian Cao, con quien coincidimos (en un artículo que publicó la nacion el 25 de agosto), señala que “la reciente sanción legislativa del nuevo índice de movilidad jubilatoria nos hace recordar las advertencias del Presidente a su oposición: “gobernar a puro veto” porque -en su mirada- la propuesta desequilibraría las cuentas fiscales. Se potencia el conflicto de poderes entre el Presidente y el Congreso de la Nación de incalculables dimensiones. Es cierto que el veto presidencial forma parte del proceso de formación y sanción de las leyes previsto en la Constitución, e implica un desacuerdo con la iniciativa congresional fundado en la conveniencia, la oportunidad o incluso en su control preventivo de constitucionalidad”.
El debate es si vamos a aceptar que la realidad se imponga al derecho, o si creemos que los ciudadanos, mediante el uso de la razón y el entendimiento, podemos intentar ordenar la realidad muchas veces caótica que se nos presenta, para vivir con orden y justicia. Si no tendremos una anarquía paralizante en la que los actos de quienes ocupan los poderes políticos son cambiantes, contradictorios y desordenan el devenir al romper la continuidad constitucional, que es la meta fundamental en la construcción de una república. Estado y constitución son las dos partes esenciales de una república; sin ellas esta desaparece.ß
Sabsay, profesor titular y director de la Carrera de Posgrado en Derecho Constitucional (UBA); Fernández Arrojo, especialista en Derecho Constitucional (UBA, Austral)