Sin luz y sin agua en Argentilandia
“Contame un cuento mamá, que no me duermo”, gritaba el nene desde su cuarto a la madre a la que todavía le faltaba enjuagar los platos de la cena.
Resuelta a que el pequeño se durmiera rápido, abandonó todo en la cocina y decidió contarle cuentos clásicos. Arrancó con Caperucita. “Otro, mami. Ese me lo sé de memoria”, la cortó en seco el crío. Probó con varios de los que recordaba fielmente de tanto repetirlos. Nada. El chico seguía con los ojos más abiertos que jubilado mirando las fotos de Luana Volnovich en una isla del Caribe.
Enojada con ella misma por no haber leído oportunamente la muy buena nota de la colega Natalia Blanc: “Que vas a leer con tu hijo esta noche? Siete cuentos ilustrados para leer (y escuchar) en vacaciones”, la mujer decidió inventar alguna historia usando como insumo noticias de los últimos días.
“Resulta que dos hombres estaban cosechando en un lugar muy bonito que se llama Lobería y encontraron un cohete abandonado entre el trigo”, arrancó la madre. “Ese no, ma. Ya me contaste uno parecido del presidente que nos llevaba a Japón por la estratósfera en un ratito. ¿No te acordás”?
Un poco inquieta, pero todavía serena, la mujer volvió a intentarlo: “Una señora que trabajaba de jueza quiso convertir en bueno a un señor muy malo, que estaba preso, dándole besitos”, siguió la mamá viendo cómo empezaban a caérseles los párpados al dulce niñito. “Me aburre la historia del sapo que convirtieron en príncipe”, le respondió el nene bienpensado -como no podría ser de otra forma a edades tan tempranas-, saliendo abruptamente de una letanía que al final no era tal.
Nuestra esforzada relatora no se dio por vencida. ¿Qué cosa hay más inentendible –y por ende aburrida- que la economía, la política o la justicia para un nene desvelado?, pensó y se mandó: “Resulta que, en un paraje muy extenso pero poco poblado llamado Argentilandia, los habitantes se quedaron de golpe sin luz; también sin agua. Ocurrió en verano, justo en días en que el calor, más que quemar, incendiaba. Era gente mansa y, a pesar de todo, optimista. Ya volverán la luz y el agua, pensaban los pobladores que se alegraban porque Carnaval cayera tarde este año en el almanaque. No fuera cosa de tener que llenar las bombitas con agua mineral. En Argentilandia hacía mucho tiempo ya que los chicos no iban a la escuela por culpa de un bichito y tampoco se iban de vacaciones porque todo era carísimo. La gente, muy buena por cierto, cada tanto se quejaba en unas cajas donde dejaban papeles con muchos nombres, la mayoría de personas totalmente desconocidas hasta que alguien se encargaba de mostrarlas paseando por Disney, Alemania o las islas Maldivas. Una señora con una balanza y los ojos tapados, que en enero no trabaja o trabaja por turnos, se llevaba muy mal con una banda cuyo jefe era una pareja despareja. En ese paraje, el hombre de la bolsa no era malo y menos aún si la usaba para llevarle plata a las monjitas; allí no estaba ni está mal que el que administra el dinero de todos se quede con la fábrica de billetes; las leyes más importantes salen de madrugada, a escondidas; los que llegaron a cargos dictan leyes para no tener que dejarlos, y los que deberían controlarlos no pueden controlarse ni ellos mismos. Como viven tan bien, le sacan plata a los viejitos y a los que demuestran que cobran plata, y crean eslóganes un poco huecos, pero que mucha gente repite, como “Estado presente”, “derechos de los trabajadores”, “precios cuidados, “precios regulados”, “Argentilandia de pie”, “Sí, se puede” o “Sí” (solito, que pega con todo); “La opción es la vida con más y mejor economía”; “La vida que queremos”, y uno genial que se esforzaban por imponer los amanuenses del mandamás del gobierno anterior de Argentilandia: ‘Puteame, pero votame’”. De paso, le iba dificultando la prosa para que el chico se aburriera y se entregara por fin a Morfeo.
Exhausta por el esfuerzo de hilvanar sucesos en un cuento inédito, sedienta de tanto hablar y esperanzada en que, derrotado por el dramático relato, el hijo anduviera ya por el quinto sueño, la madre hizo lo que solemos hacer muchas madres: acercó su cara a la de él -si fuera un bebé, muy probablemente le hubiera puesto un dedo bajo la nariz a ver si respiraba-, confirmó que tenía los ojos cerrados y el cuerpito laxo, y levantó suavemente la sábana para taparlo. Fue entonces cuando desde debajo de la tela en pleno vuelo se escuchó la voz del nene: “¿No tenés un cuento más divertido? El del país no me gusta”.
Fue entonces que la mujer pensó si no sería mejor proponerle acertijos de terror a ver si lo asustaba y así se daba por vencido. Por ejemplo: ¿qué país mandó un embajador a la reasunción de un dictador de la que también participó el acusado de un ataque terrorista? Pero entendió que era demasiado y que ningún insomnio justifica un trauma de por vida. A cambio, decidió llamar a su marido, a quien le pidió ayuda, para que inventara algo que, por fin, hiciera dormir al nene.
“¿Y mamá?”, preguntó el niño que por esas horas ya se había convertido en una mezcla entre mi pobre angelito y el maldito payaso Pennywise.
“Mamá –dijo el practiquísimo padre- le hizo señas a un hombre porque pensó que la saludaba. Aparentemente, ese señor saludaba a otra señora, así que para salir de la incómoda situación en que quedó mamá (ya harta también del país en que le tocó vivir, digamos todo, habrá pensado el padre), mantuvo la mano en alto, un taxi paró al verla y la llevó directo al aeropuerto. Ahora está en Madagascar empezando una nueva vida”.
No hay como la ficción. Fin de la historia.