Sin ideas ni proyectos innovadores, el país se resigna a una decadencia secular
El apagón intelectual de la Argentina resulta un doloroso enigma; pese a los problemas que afectan nuestra calidad de vida, no existe un sentido de urgencia colectiva por modificar el curso de acción
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Nunca invertimos tantos recursos en educación. Nunca tuvimos tantas universidades –públicas y privadas–, doctorados y maestrías en las más variadas disciplinas. Es cierto que los presupuestos de ciencia y tecnología no son suficientes, pero contamos con un número importante de investigadores full-time que publican de forma regular y crean conocimiento según estándares internacionales. Gozamos de una absoluta libertad de prensa y expresión y los múltiples medios de comunicación, tradicionales y de nueva generación, están ávidos por compartir ideas creativas e innovadoras. El volumen de alumnos enrolados en carreras relacionadas con las ciencias sociales, jurídicas, económicas y políticas, incluyendo programas en administración, política pública y relaciones internacionales, no registra antecedentes. Los aportes de los centros públicos y privados de investigación –que cuentan con excelentes intelectuales– revisten relevancia y reconocimiento de sus pares dentro y fuera del país. Y muchos profesionales, pensadores y ciudadanos con vocación pública participan del debate, en especial en las redes sociales, que democratizaron el acceso a la diseminación de opiniones (aunque se hayan fragmentado los espacios de difusión y no siempre se respeten las reglas elementales para garantizar la calidad de esos contenidos).
Algunos argentinos tuvimos la invaluable oportunidad de continuar nuestros estudios en el exterior, perfeccionándonos en las mejores universidades y centros de investigación del mundo con expertos respetados y reputados en las disciplinas más diversas. Un número no menor prefirió no regresar. Entre los que sí pegaron la vuelta, muchos no lograron adaptarse a los vaivenes y las incertidumbres características de nuestro entorno. Aun así, los que nos reinsertamos en los ámbitos públicos y privados, tanto académicos como de la economía real, constituimos un conjunto significativo. En síntesis: la Argentina construyó una respetable infraestructura institucional para producir conocimiento en áreas fundamentales para alimentar una agenda estratégica de desarrollo económico, político y social, no sin el esfuerzo y la dedicación (en general poco valorada y mal remunerada) de un enorme número de mujeres y hombres que dedican su vida, con pasión, constancia y sacrificio, a la producción intelectual, a formar jóvenes talentos y a administrar recursos siempre escasos.
¿Cómo explicar entonces que no haya surgido hasta ahora un conjunto de ideas fuerza, proyectos concretos e iniciativas aplicables para revertir la decadencia secular a la que la Argentina se condenó a sí misma? ¿Cómo puede ser que el país de la Generación de 1880 y la Reforma Universitaria de 1918, el de la vibrante Manzana de las Luces, el de Forja y el Colegio Libre de Estudios Superiores, el de la primavera modernizadora e innovadora de fines de los 50 y principios de los 60, el del Instituto Di Tella y cientos de librerías, teatros, bibliotecas, asociaciones profesionales y de inmigrantes, organizaciones de la sociedad civil y otras ligadas a partidos y sindicatos, el de los más diversos grupos de estudio en filosofía, psicología, fotografía y artes plásticas, entre otras disciplinas; la Argentina de Alicia Moreau de Justo, Gregorio Klimovsky, Manuel Sadosky, Julio Olivera y Tulio Halperín Donghi, se encuentre inmersa en disputas mediocres, fanatizadas e irrelevantes mientras ignora problemas urgentes y cotidianos que impiden alcanzar mínimos niveles de bienestar económico y social para el conjunto de la sociedad? ¿Cómo pudo haber ocurrido que la misma tierra que dio escritores de la talla de Roberto Arlt, Victoria Ocampo, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar o Juan José Saer, cineastas como Leopoldo Torre Nilsson, Luis Puenzo o María Luisa Bemberg o científicos como Irene Bernasconi, Bernardo Hussay, Luis Federico Leloir o el propio René Favaloro continúe en esta dinámica autodestructiva en la que no aparece un esfuerzo coordinado y efectivo para revertirla?
El apagón intelectual de la Argentina resulta un doloroso enigma. En un país desbordado por un descalabro político permanente que derivó en una crisis económica y social que no encuentra piso, los diferentes actores –con las excepciones que siempre existen– parecen resignados a salvarse de alguna manera: sobrevivir tiene un innegable mérito. A pesar de los repetidos síntomas de los errores acumulados, con la palmaria evidencia de que, excluyendo casos aún más patéticos como los de Cuba o Venezuela, aun en este mediocre vecindario a todos los países les fue mejor, no existe un sentido de urgencia colectiva por modificar el curso de acción.
Esta crisis permanente combina problemas estructurales y coyunturales que afectan nuestra calidad de vida y posibilidades de desarrollo. Sin embargo, no surgen ideas novedosas ni propuestas diferentes, desafiantes, ambiciosas, proporcionales a la magna tarea que tenemos por delante si queremos romper esta inercia y poner al país en un sendero de desarrollo integral, equitativo y sustentable. Hubo y hay loables esfuerzos, pero carecen de la capacidad de comunicación y el liderazgo para convertirse en opciones efectivas. Lo que se produce queda a menudo restringido a ámbitos institucionales, profesionales o académicos o a discusiones de alcance acotado. No logramos poner en valor las horas de trabajo de muchos intelectuales y académicos que con convicción y vocación de servicio buscan hacer una diferencia en términos del interés general.
Sin buscar que se agoten las razones de esta sombría realidad, hasta ahora el conocimiento no tuvo el lugar que merece si es que se quiere mejorar la calidad de la política pública. La utilización del aparato estatal para financiar el gasto político, sobre todo (pero no únicamente) mediante el empleo público, desalentó la conformación de una burocracia profesional que interactúe con (y se nutra de) intelectuales y académicos especializados en cuestiones estratégicas. La dinámica de hiperpolarización discursiva e ideológica obtura cualquier intercambio serio basado en evidencia empírica, análisis rigurosos y experiencias comparadas. Esto desalienta el involucramiento de profesionales que, sin la paciencia ni el entrenamiento para sobrevivir situaciones tan abrasivas que pueden entorpecer el desarrollo de sus carreras, rehúyen las peleas políticas encarnizadas. Los mecanismos de consagración de la academia implican publicar, avanzar en la docencia, buscar recursos para proyectos de investigación y, eventualmente, desempeñar algún rol administrativo. La política puede implicar una trampa mortal. La disociación entre academia y política pública se produce incluso en países desarrollados, donde el deterioro en la calidad del debate democrático y de las decisiones de gobiernos casi obsesionados en ganar elecciones y conservar el poder es evidente. Por último, es cierto que algunos intelectuales que se incorporan a la vida política terminan adoptando y reproduciendo sus peores vicios, sesgos y desatinos.
Caracterizados por muchos éxitos individuales, grupos de investigación con logros probados y publicaciones de excelencia y algunas instituciones con reconocido prestigio internacional, como “campo intelectual” no fuimos capaces hasta ahora de revertir este apagón y contribuir con contundencia a mejorar el debate democrático. Necesitamos, con urgencia y eficacia, que esta realidad se modifique.