Sin culpa ni pena
En los Cuentos de Canterbury, el pícaro Geoffrey Chaucer narra la historia de Creso, un opulento rey de Lidia que hasta había suscitado la admiración del emperador Ciro, dueño de Persia. No solo tuvo Creso la suerte de acumular una enorme riqueza, sino que pudo salvarse de morir abrasado en un incendio gracias a una lluvia imprevista que apagó las llamas. Atribuyó a la Fortuna (su diosa favorita) el milagro. Entonces llegó a creerse invulnerable y se incrementó no solo su codicia, sino también su espíritu de venganza, incluso contra enemigos imaginarios. Soñó que estaba encaramado sobre un árbol magnífico, que era nada menos que Júpiter quien se encargaba de lavarle la espalda y los hombros. Como si no fuera suficiente, el luminoso Febo le alcanzaba una toalla. Feliz, pidió a su hija que le interpretase todo esto, porque le parecía un sueño. La joven, dotada de abundante perspicacia, cerró los ojos y anunció, conmovida, que el árbol no era Júpiter, sino la horca donde sería colgado, la lluvia mojaría su cabeza congestionada y el sol secaría su cadáver. Concluye Chaucer con su prosa directa: "La Fortuna siempre ataca a los prepotentes cuando menos lo esperan".
Los años de poder que exprimen los Kirchner desde sus humildes (pero ambiciosos) comienzos en el sur parecen infinitos. Pero la perspectiva de su inevitable término, en lugar de generarles sensatez, incrementa su codicia y odio, igual que al rey Creso.
Néstor y luego Cristina eligen caminos sorprendentes. Néstor se hizo suceder por su esposa cuando aún no era necesario. Cristina se hace suceder por un abogado servil cuando sí era necesario, debido a que de otra forma no recuperaría el poder
Néstor y luego Cristina eligen caminos sorprendentes. Néstor se hizo suceder por su esposa cuando aún no era necesario. Cristina se hace suceder por un abogado servil cuando sí era necesario, debido a que de otra forma no recuperaría el poder. Ambos padecen de psicopatía y, por consiguiente, ignoran la culpa, la vergüenza y la pena. Son tramposos. Para conseguir sus objetivos, nada los frena. Mienten con extrema impudicia y pueden girar rápidamente sus discursos y silencios como mejor convenga. Seducen. Incluso varían de aliados, aunque prefieren a quienes se les parecen, es decir, delincuentes y psicópatas.
Suelen diagramar planes que apuntan al engrosamiento de su fortuna y poder. Ambas ambiciones se entrelazan, porque la riqueza se usa para aumentar el poder y el poder, para incrementar la riqueza. Esto es muy evidente, pero pocos se fijan en su potente realidad. No tienen límites: más crece uno y más se necesita que crezca el otro. Por eso a la mayor parte de las personas resulta poco racional que, habiendo aumentado su riqueza hasta niveles absurdos, sigan anhelando más. Y lo mismo para con el nivel de su poder. Para lograr el ascenso de ambos, jamás ceden un punto, debido a que lo sentirían como una derrota que puede convertirse en la horca de Creso. Es decir, aunque jamás los altera la culpa, saben que el castigo existe y los amenaza. Entonces convierten la inconsciente culpa en agresión, cualquiera sea. Incluso incinerando a viejos aliados, de quienes se burlan y a quienes despedazan según la oportunidad. Jamás dejarán de hacerlo, porque advierten que esa conducta les sirve: genera miedo.
Tampoco sienten pena. Arrasan con todo ("van por todo").
Cuando fuerzas locales o nacionales se levantan en su contra, no aceptan razones. Sería la conducta de muchísimos dirigentes. Pero no la de ellos. Reciben esas protestas como un alimento a su autoestima. Les hace crecer su resentimiento. Con más fuerza que antes atacan a quienes se atreven a enfrentarlos. Por más que reciten frases donde aseguren sensibilidad ante las protestas, esa sensibilidad no es otra cosa que el combustible de un contraataque. Ignoran la pena.
También ignoran los postulados de la ética. Son piedras que dificultan su camino. Cuando pueden, las saltean o entierran. En la Argentina –como en Venezuela, Nicaragua, Turquía y varios otros países– destruyen las instituciones y herencias notables, para lograr sus propósitos. Entronizan a castrados y mediocres que puedan servir a su infinito anhelo inmoral. Dicen luchar contra la pobreza y el derrumbe generalizado mientras los incrementan. Se rodean de cómplices interesados en imitar su ejemplo. Pero esta gente no siempre posee la capacidad de liderazgo que asistió a Creso.
Creso no fue un inmortal con laureles, como tampoco serán sus imitadores. Sus vidas zigzaguean hacia el castigo y la cancelación de los premios y homenajes que su psicopatía les susurra que merecen. No obstante, pareciera que los dioses del Olimpo les tienen algo de transitoria lástima, porque son piezas del absurdo que demasiadas veces los hacen reír por el grosero espectáculo que construyen sobre la Tierra. Creso, finalmente, no se asocia con obras buenas. Su ejemplo es motivo de maldiciones y burlas. Acumulan demasiado tiempo de insaciable latrocinio, mentiras desvergonzadas y mucho desprecio.
Su falta de culpa y pena les impide darse cuenta de que al final, Chaucer tendría razón.