Sin aprender, sin repetir: el modelo escolar del populismo
No se intenta resolver el problema de la repitencia, sino solo disimularlo; no se pone el acento en la calidad y la exigencia, sino en las facilidades para avanzar, aunque sea “a los tumbos”
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¿Qué hay que hacer para que los chicos no repitan el año? ¿Mejorar la enseñanza o abolir la repitencia? El gobierno de Kicillof acaba de dar su sentencia: en el secundario bonaerense ya no habrá riesgo de repetir. Se lo cambió por un sistema de recursadas por materias, que en la mayoría de las escuelas nadie sabe cómo será instrumentado. No se intenta resolver el problema, sino apenas disimularlo. No se pone el acento en la calidad y la exigencia, sino en las facilidades para avanzar, aunque sea “a los tumbos”.
La repitencia no es, probablemente, un sistema para defender. Es cierto que propicia el abandono escolar y que, desde el punto de vista pedagógico, no parece garantizar buenos resultados. Pero centrar una reforma educativa en su abolición parece, por lo menos, una respuesta tramposa y demagógica frente a un problema de fondo. Lo verdaderamente dramático es que millones de chicos egresan de la escuela secundaria sin capacidades básicas para la comprensión de textos y con herramientas muy deficientes para insertarse en la vida universitaria o en el mercado laboral. El populismo intenta esconder esta realidad bajo la alfombra y pone el foco en la repitencia, que en todo caso es la consecuencia, y no la causa, del deterioro escolar.
La reforma impulsada por Kicillof escribe un nuevo capítulo de un proceso de declive educativo que lleva décadas en la Argentina. En lugar de discutir cómo se recupera la calidad de la escuela pública, se refuerzan mecanismos para sostener lo que Gullermina Tiramonti ha definido como “el gran simulacro”: unos simulan que enseñan, otros simulan que aprenden, pero los resultados muestran la realidad. No se hace una cosa ni la otra. Lo que se busca es “zafar”, ocultar y emparchar. Se eluden los exámenes, se maquilla el fracaso y se manipulan las estadísticas, mientras el problema pasa de la primaria a la secundaria, y de la secundaria a la universidad.
Todo se hace al amparo de un relato que resulta perverso: el simulacro es revestido de eslóganes ampulosos que remiten a la “igualdad de oportunidades”, pero en el fondo encubre una profunda inequidad. Los más perjudicados son los sectores más vulnerables de la sociedad, a los que se condena a una educación de baja calidad que reducirá inexorablemente sus oportunidades de inserción y crecimiento laboral. Pero todo eso pasa “más adelante”, cuando Kicillof ya no esté para pagar la factura. El gobernador replica, en el plano educativo, un criterio que ya aplicó como ministro de Economía en la estatización de YPF: lo que importa es el relato, aunque en el futuro nos cueste carísimo. Y algo similar a lo que había hecho con las mediciones de la pobreza: abolirlas para esconder el problema, en lugar de enfrentarlo y tratar de resolverlo. Practica la aversión a los datos, las cifras y las mediciones: “son estigmatizantes”.
Con la eliminación de la repitencia se refuerza un mensaje con el que el populismo ha propuesto un molde cultural: la calidad, el mérito, la exigencia y el esfuerzo son valores “elitistas”, contrarios a “la ampliación de derechos” y a las políticas de “inclusión”. Es una ideología que, a pesar de los vaivenes políticos e ideológicos, ha penetrado en el sentido común de la Argentina. El derrumbe de la calidad educativa se ha producido ante la indiferencia o incluso la complicidad de amplios sectores sociales. El derecho a aprobar se ha puesto por encima del derecho a aprender, aunque la consecuencia sean títulos cada vez más devaluados que certifican el simulacro del que habla Tiramonti con experiencia y autoridad. Tal vez se esté incubando, sin embargo, una reacción silenciosa contra la nivelación hacia abajo: hay muchos padres alarmados porque ven que a sus hijos no les piden “deberes” y aprueban matemática sin saber la tabla del dos.
La pérdida de calidad educativa alimenta un círculo vicioso que muchas veces nos cuesta dimensionar. Es, si se quiere, el inicio de una espiral de degradación que impregna muchos otros ámbitos de la Argentina. La pobreza de la formación escolar deriva, más temprano que tarde, en una pérdida de calidad en el Estado, en las empresas, en la vida académica, científica y cultural, donde los recursos humanos de excelencia provienen cada vez menos del sistema educativo público.
Tanto en el Estado como en el sector privado se escucha un lamento muy extendido: les cuesta encontrar personal idóneo y calificado para tareas de baja, mediana o alta complejidad. Jóvenes con secundario completo tienen dificultades hasta para llenar un formulario o comprender un manual de instrucciones. Pero el problema llega también al nivel universitario, donde la filosofía de “zafar” y avanzar también se ha enquistado con fuerza. Exámenes que rinden graduados universitarios para acceder a residencias médicas o a cargos judiciales, por ejemplo, muestran errores conceptuales, ortográficos y de redacción que resultan inconcebibles en un egresado de nivel terciario.
El populismo no solo hace la vista gorda en las escuelas. También aplica el facilismo demagógico en los institutos de formación docente, donde no rige un criterio riguroso de formación técnica y académica, sino una cultura dominada por la lógica burocrática y sindical. La degradación de la profesión docente está en la raíz del problema educativo. Pero de eso no se habla. ¿Se animaría la provincia a evaluar la calidad de sus maestros y profesores? Esconder es gobernar, contestaría Kicillof, que es un discípulo militante, pero no un inventor de esa cultura política.
El fracaso queda escondido, se diluyen las responsabilidades y las secuelas se ven más adelante. Las escuelas se burocratizan, se llenan de expedientes y de formularios, pero no se someten a evaluaciones de resultados ni a estándares de calidad. Los docentes bajan los brazos: si exigen no encuentran respaldo. Los cuestionan los padres, los inspectores y los sindicatos. El que se resiste a la ficción y al simulacro corre el riesgo de ser marginado. No hay premios ni castigos. El sistema genera desaliento y resignación. Los malos docentes no están expuestos a demandas por mala praxis. El sistema los protege. Los buenos, que los hay muchos, no se sienten valorados ni reconocidos, sino todo lo contrario.
La reforma que acaba de anunciarse en la provincia implicará más designaciones, más horas cátedra, más infraestructura. Pero elude otra pregunta de fondo: ¿más gasto es mejor educación? Eso remite a otros temas tabú. Como no se discute la calidad, tampoco se discuten el régimen de ausentismo docente, el crecimiento de la burocracia educativa ni la eficiencia del gasto. El populismo también combate cualquier planteo sobre la racionalidad presupuestaria y la medición de resultados. Lo explica mejor Jaime Correas, un respetado intelectual que fue ministro de Educación de Mendoza: “Se abre la puerta a la posibilidad de repartir más cargos para fracasar de la misma manera”.
Tal vez haya que remitirse a esa repartija de nombramientos y vacantes para entender el acompañamiento entusiasta de Baradel a la reforma de Kicillof.
La no repitencia parece tener más razones políticas que pedagógicas. Un gobierno que se quedó sin plata para regalar viajes de egresados, ahora da otro paso para “regalar” directamente el egreso. En el medio está la disputa por el voto joven y la adhesión de una franja del electorado que se distanció del kirchnerismo. Parecería haber, sin embargo, una profunda subestimación de los chicos y adolescentes: tal vez un día también ellos se rebelen contra la demagogia y el facilismo, que son al fin y al cabo una trampa y una estafa que les achica su propio futuro.
¿Cómo hacemos para que la escuela recupere autonomía y calidad? ¿Cómo aseguramos que un título secundario sea equivalente a una sólida cultura general, con dominio de herramientas básicas para progresar y desarrollarse en el mundo laboral? ¿Cómo le devolvemos a la función docente el lugar de jerarquía y de prestigio que supo tener en el modelo de la escuela sarmientina? ¿Cómo incorporamos a las aulas la inteligencia artificial, sin descuidar los saberes básicos y el espíritu crítico? Todas parecen preguntas inoportunas en un tiempo en el que los demagogos les ganan a los pedagogos.
La no repitencia parece un mensaje en sentido equivocado. Hay que hacer que los chicos no repitan por mérito propio, y no por decreto de un gobernador. Es tan simple, y a la vez tan complejo, como volver a enseñar, volver a exigir y reinstalar en el aula la cultura del esfuerzo.