Silvina Ocampo: la infancia como patria literaria
La reedición de Chingolopermite releer la narrativa infantil de la autora y descubrir su mirada sobre la niñez como estado de rebelión
Desde la tapa de un libro, lo que vemos nos mira. Esos ojos le pertenecen a Chingolo, pero aún no lo sabemos. Hace falta sumergirse en el cuento de Silvina Ocampo para conocer a ese niño-tigre con nombre de pájaro que da título a esta historia. La ilustración inaugural de María Guerrieri en esta reedición de Planta Editora no podría ser más acertada: ojos, fragmento, camuflaje, resto; muy Silvina.
Como el Gato de Cheshire con el que se cruza Alicia –aquel que se desvanece muy despacio desde el extremo de la cola hasta dejar la estela de una sonrisa sin gato–, los ojos de Chingolo anticipan el cuestionamiento que Ocampo, como Lewis Carroll, hace de las categorías de lo inteligible y de lo sensible, que es visible en toda su producción literaria: ojos-rendija a través de los cuales la realidad hace un guiño, preanunciando su inversión o, mejor dicho, invita a ser explorada en todas sus potencialidades.
Entre las publicaciones de Silvina Ocampo que han sido catalogadas como literatura infantil encontramos cuatro colecciones de cuentos infantiles: El caballo alado (1972), El cofre volante (1974), El tobogán (1975) y La naranja maravillosa. Cuentos para chicos grandes y para grandes chicos (1977); un libro de poemas con fotografías e imágenes –Canto escolar (1979)– y una novela –La torre sin fin– publicada en Madrid por Alfaguara en 1986 y en Buenos Aires por Sudamericana, recién en el año 2007.
Inicialmente, “Chingolo” formó parte del libro La naranja maravillosa, que publicó la editorial Orión en 1977. Ahí, reforzando el sugestivo título, Enrique Pezzoni advertía desde el prólogo que la lectura de los adultos también estaba prevista; que se trataba de “cuentos para niños, cuentos con niños”.
La historia comienza cuando el protagonista, al que “llamaban Chingolo, pero se llamaba Horacio y era amigo de un árbol”, atraído por la voz de un hombrecito-media que le pregunta en qué quiere transformarse, se introduce dentro del gomero bajo el cual todas las tardes solía sentarse a tocar el tambor. La presencia de objetos inanimados que cobran vida no es exclusiva de los cuentos infantiles sino un rasgo característico de la literatura fantástica, en la que la obra de Silvina Ocampo se inscribe. Así, por ejemplo, en “Cielo de claraboyas” (Viaje olvidado, 1937), “la falda con alas de demonio” revolotea sobre los vidrios y se vuelve santa, “más arrodillada que ninguna sobre el vidrio”, y “el terciopelo se basta a sí mismo” en “El vestido de terciopelo” (La furia, 1959).
El fantástico latinoamericano, esa “deriva de la literatura gótica”, como lo llamó María Negroni en Galería fantástica, es “una nueva forma de resistencia a las cárceles de la razón y del sentido común”. Resistir la mente con la carne conlleva transformaciones en pleno cuerpo propio que constriñen y expanden, obligan a crecer. Estas metamorfosis operan en casi todos los niños de Silvina Ocampo. Y aunque a Chingolo ya convertido en tigre le sigan gustando los juguetes, las tortas y las bicicletas, no se queda atrás: “Vio que sus piernas se cubrían de pelo; no pudo ver su cara porque no tenía espejo”.
Si los espejos en la literatura de Silvina Ocampo sirven para que penetre “lo otro”, su falta permite que se revele “lo uno”. Por eso, aun cuando los adultos aparezcan en éste y en la mayoría de sus textos para restablecer un orden capaz de poner a raya la imaginación, la subversión de las jerarquías pone al descubierto nuevas percepciones del ser en el mundo que no permiten dar marcha atrás. De esta manera, en “Chingolo”, a pesar de que la incomprensión de los adultos obliga al tigre-niño a regresar al árbol y recuperar su forma humana, él nunca deja de creer que cosas extrañas pueden suceder: “–¿No pasó por aquí un tigre? –Pasó, pero se fue –contestó Chingolo”. ¿Se fue? Se agazapó en su interior. Porque bien sabe Chingolo que los sueños de tigre son requetesuyos. En este sentido, aludiendo a la representación literaria de los niños en la obra de esta autora, Matilde Sánchez afirma en Las reglas del secreto: “El niño asiste como un extraño a los acontecimientos en el teatro de su propio cuerpo, como espectador y a la vez protagonista”. Y es en medio de ese acto cuando se produce el intervalo donde la ferocidad de la inocencia que Italo Calvino reconoció en los textos de Silvina Ocampo logra asomar entre telones.
Creación circular
Para esta escritora no existía distinción entre su literatura para niños y el resto de su narrativa: “La creación es una cosa circular. Existe una especie de fidelidad involuntaria”, declaró alguna vez. Conocer el porqué de la infancia como uno de los objetos-tema que recorre toda su producción implica hacer una arqueología del propio sujeto. Silvina fue literalmente “la hermana menor”, como la bautiza Mariana Enriquez en el exquisito ensayo que retrata su vida y obra, y en el cual también afirma que “su primer libro de cuentos, Viaje olvidado, es su infancia deformada y recreada por la memoria; Invenciones del recuerdo, su libro póstumo, de 2006, es una autobiografía infantil. No hay período que la fascine más; no hay época que le interese tanto”.
Sexta y última hija de Ramona Aguirre y Manuel Ocampo, Silvina nació en el seno de una aristocrática familia porteña pero eligió alimentarse en el lado B de su mundo. Trasladó a las institutrices, cocineros, planchadoras y costureras de quienes creció rodeada desde el margen hasta el centro de la foto a través de sus textos. A ellos, como a sus niños, les permitió rebelarse contra los órdenes preestablecidos. Evocación y expulsión del origen para poder conjurarlo, como postula Giorgio Agamben; para poder metamorfosearse y “volverse otra”, como deseaba la propia Silvina, sobre quien Borges dijo: “Yo sospecho que, para Silvina Ocampo, Silvina Ocampo es una de las tantas personas con las que tiene que alternar durante su residencia en la Tierra”.
La niñez se convierte en el territorio que define su patria literaria. Lejos de lugares como Nunca Jamás –donde los niños nunca crecen y viven columpiándose de aventura en aventura– y más cerca del país de las maravillas, Silvina condensa y retiene la infancia hasta congelarla y astillarla luego a su gusto en micromundos dulces y amargos que transforman ese espacio-tiempo donde –aunque la realidad aparente ser sólo una y muchas veces duela– la mente se revela como refugio de infinitas posibilidades, como la única máquina capaz de refractar múltiples sentidos desde el sinsentido.
La voz de sus niños enmudece a los adultos, los obliga a tomar distancia. La ingenuidad con que lanzan sus palabras los vuelve impunes, pero los efectos que ellas producen lapidan al interior de quienes las escuchan, horadan estructuras y convenciones. Es en el devenir de su creación literaria donde Silvina Ocampo recupera recuerdos y con ellos construye el puzle de su propio yo: ese que, una y mil veces, se desintegra y se desmenuza en el coral de ventrílocuos que resuena entre sus páginas en prosa y que a veces logra contenerse en su poesía: “El soneto me parece una jaula. Una jaula bien ajustada”.
La infancia de Silvina, sin principio ni fin, no es una etapa que se atraviesa. Supone, en cambio, un estado por el que repta, un desplazamiento centrífugo que permite narrarla eternizando sus latidos primarios. Empezar con “Chingolo”, o regresar a él, es permitir que esta fantástica escritora nos siga abriendo la puerta para ir a jugar.