Signo de los tiempos. La polarización política no siempre es discurso de odio
La polarización es una estrategia política que hace de la ideología un estereotipo. La izquierda es tal, la derecha es cual; los peronistas son esto, los liberales, lo otro. Es práctica para agrupar afinidades en los extremos y separar la disidencia. Pero más allá de los extremos, hay hechos que generan un consenso social.
El atentado que sufrió la vicepresidente el jueves último generó un impacto global y el repudio de la mayoría de la sociedad. Apenas empezaron a circular las imágenes que mostraban a una persona apuntando con un arma a Cristina Fernández, todo el arco político y las organizaciones civiles expresaron rápidamente su rechazo a la violencia.
Este consenso no impide que haya diferencias en las causas y en las consecuencias. Están quienes esperan más evidencias para comprender lo que pasó. Están quienes antes de conocer los resultados de las pericias del arma y del agresor, las responsabilidades de la custodia y la policía, ya habían emitido conclusiones. Estos extremos de posición tomada no necesitan leer noticias. Solo buscan aquellas que confirman lo que piensan.
Para quien vive en su burbuja polarizada, la responsabilidad de la violencia no necesita evidencias. Gente con responsabilidad incluso atribuye causalidad directa a la expresión pública, incluso la que circula en el anonimato de los memes. Funcionarios, representantes sindicales, especialistas en diversas materias, abonan la polarización cuando equiparan la intensidad del debate del grupo más politizado con el discurso de odio.
El concepto de discurso de odio (hate speech) fue pensado desde los organismos de derechos humanos para proteger las minorías con derechos esenciales vulnerados. Las Naciones Unidas formuló ese concepto para colectivos en riesgo como migrantes y refugiados en países en que acciones de violencia social amenazan su colectivo
El concepto de discurso de odio (hate speech) fue pensado desde los organismos de derechos humanos para proteger las minorías con derechos esenciales vulnerados. Las Naciones Unidas formuló ese concepto para colectivos en riesgo como migrantes y refugiados en países en que acciones de violencia social amenazan su colectivo. En la Estrategia y Plan de Acción de las Naciones Unidas sobre el Discurso de Odio, lanzada en 2019 a raíz de una oleada de xenofobia, racismo e intolerancia en todo el mundo sostuvo que: “El discurso público se está utilizando como arma para obtener ganancias políticas con una retórica incendiaria que estigmatiza y deshumaniza a las minorías, los migrantes, los refugiados, las mujeres y cualquier llamado ‘otro’”.
Ese “otro” no fue pensado para el adversario político de un partido con años en el poder. Es innegable, como dice Naciones Unidas, que “El discurso de odio es una amenaza para los valores democráticos, la estabilidad social y la paz”. Pero también es cierto que no puede usarse ese argumento a favor de la dignidad humana en contra de otro derecho humano esencial como es el derecho a la información y a la expresión de ideas. El discurso de odio es un flagelo al ejercicio de los derechos humanos; por eso su sola mención genera el repudio a esa práctica. Pero no toda crítica es discurso de odio. No cualquier expresión es una amenaza a los derechos humanos.
Limitar la discusión política a la perspectiva polarizada corre la discusión de los hechos en los que hay consensos. Un estudio internacional realizado antes de estos aciagos días muestra que el 91% de la muestra argentina coincidía en que el país marchaba en la dirección equivocada. El mayor porcentaje de los 28 países investigados en la encuesta Qué preocupa al mundo de IPSOS, realizada entre julio y agosto, por fuera de esta coyuntura.
El 95% consideró la situación económica mala o muy mala, por delante de Perú (90%) y Sudáfrica (88%). El 71% reconoció la inflación como principal problema, duplicando el promedio de 39% del resto de los países que descubrieron en 2022 el riesgo que representa para la economía. Hasta en un tema tan controvertido como el coronavirus, la opinión argentina es unánime. Para el 98% ya no tiene importancia.
Ante la gravedad del hecho que sacudió a la sociedad esta semana podrían parecer datos marginales, si no fuera porque recuerdan que a pesar de la polarización en las posibles respuestas, en los hechos hay consensos.
El proceso judicial por corrupción que involucra a la vicepresidente, su familia y sus colaboradores exacerbó los ánimos de sus fanáticos. Y los del signo contrario. Eso también lleva al discurso público a extremos. Pero la principal angustia del país está puesta en los hechos: la violencia del atentado, la inseguridad reflejada en los índices delictivos, la crisis económica, la marcha de las cosas. En este contexto, la sociedad argentina necesita más información y menos argumentos que puedan ser usados para limitarla.