Signo de los tiempos. La democracia social viene en caja para armar
La necesidad de pensar un camino colectivo y que cada miembro asuma su autonomía, sin esperar que todo venga del Estado
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Hace unos días, dos extranjeros decidieron caminar desde la Ciudad de Buenos Aires hasta La Matanza, jurisdicciones lindantes pero, como comprobaron los jóvenes, muy distantes. La pareja era de Noruega y relató en TikTok las sorpresas que les deparó la caminata de 40 kilómetros. Desde los ojos extranjeros, el descuido y la suciedad que aceptamos como paisaje del conurbano bonaerense eran de una brutalidad inocultable. La basura que se quema a los costados de la ruta puede ser la normalidad para uno de cada cuatro argentinos que viven en el distrito que rodea a la capital del país. Pero para un visitante europeo es, cuando menos, inquietante caminar en aceras donde encontraron tres cabezas de caballo entre bolsas hediondas.
En ese viaje antropológico de habitantes del estado de bienestar hacia al centro nacional del estado de malestar descubrieron que el bien público más extendido en la Argentina es la fealdad ambiente. A lo largo del camino comprobaron que el espacio público, en la Argentina, no es el lugar de todos, sino la tierra de nadie. Y ahí reside la pequeña gran diferencia con las democracias nórdicas, esas que se ponen como ejemplo de sistemas progresistas.
Esos países ocupan los primeros puestos de cualquier escalafón que mida democracia, educación, salud, nivel de vida. Este, en gran medida, se debe a espacios públicos receptivos, confortables, en los que dan ganas de permanecer. Como también ocurre en los espacios privados, cuya sobriedad y funcionalidad han dado al mundo lo que se identifica como estilo escandinavo.
A diferencia del paternalismo político que genera un vínculo de proveedor y cliente, la cultura de lo público se apoya en la reciprocidad, que impregna toda la actividad social. Incluida la perspectiva con que funciona la economía de mercado.
A diferencia del paternalismo político que genera un vínculo de proveedor y cliente, la cultura de lo público se apoya en la reciprocidad, que impregna toda la actividad social. Incluida la perspectiva con que funciona la economía de mercado. A mediados de siglo XX, muchos países iniciaban un largo camino de populismo paternalista. Al tiempo, un ejemplo en Suecia muestra cómo una de sus marcas más emblemáticas es, también, una ejemplo de una cultura política en contrario.
Contar que un señor empezó a vender muebles no dice mucho. Que se trataba de Ingvar Kamprad, de la granja Elmtaryd, en un pueblito llamado Agunnaryd puede dar la pista de las iniciales que hicieron la marca Ikea. La empresa se volvió globalmente famosa por poner la estética de la sencillez y la ética del confort al alcance de cualquiera. Pero detrás de ese concepto democrático del bienestar hogareño hay un principio de economía social de mercado.
Si los productos de la marca se hicieron accesibles no fue bajando la calidad sino compartiendo con el consumidor los costos de logística y terminación de los muebles. La idea de distribuir un mueble en una caja plana y apilable no fue de Ingvar, pero sí fue Ikea la que la aprovechó para abaratar costos de almacenamiento. Y de compartir el trabajo con el consumidor final. Esa asociación en el trabajo es la piedra fundamental de una sociedad igualitaria.
En esta filosofía, cualquiera puede tener un mueble bueno, bonito y barato siempre y cuando vaya a buscar la caja al depósito y dedique un tiempo a armarlo. Comprar un objeto implica elegirlo en la exhibición o en el catálogo, tomar nota del código y un nombre que siempre va en sueco, ir al depósito, ubicarlo y retirar personalmente el bien preciado. Y llegado a ese punto, aún falta la mitad de lo que será un mueble, porque queda trasladarlo y ensamblarlo en casa.
En ese punto, esta asociación se parece al principio de la subsidiariedad de la Economía Social de Mercado. El Diccionario de la Economía Social de Mercado de la Fundación Konrad Adenauer define que “todo lo que el individuo puede asumir bajo su propia responsabilidad, ya sea por sí solo o en su círculo privado, no forma parte de las funciones de las instituciones estatales superiores”. Sus promotores sabían del fracaso de un Estado centralizado, y de la necesidad de pensar un camino colectivo, al punto que fue incluido en el Tratado Europeo para proteger la autonomía de los estados miembros.
Hacia adentro de cada estado, el principio de la subsidiariedad se aplica, por ejemplo, a la ayuda social, que se otorga únicamente si están agotadas todas las demás posibilidades. La inversa solo ha generado países inviables y un cultura ciudadana que espera más de lo que da. Como la Argentina, en donde el “Estado presente” que proclaman los dirigentes brilla por su ausencia en tantas localidades sucias y abandonadas. Quizás, en lugar de esperar una democracia hecha, hay que aprender a armarla.