Signo de los tiempos. Indignación es de la misma familia que dignidad
El acto inmoral por excelencia es la cosificación, menoscabo de la dignidad que despierta el enojo: la indignación. Cuando el gobernante equipara un ser humano a una cosa, una dádiva, un consumo, desconoce su condición esencial
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La palabra es la prenda de intercambio que una sociedad usa para comunicarse. Cuando ese capital carece de respaldo y las palabras se emiten irresponsablemente, los términos sufren inflación y se deprecian. Especialmente las palabras de alta denominación, como dignidad, que de tanto usarse en discursos, promesas y nombres de agrupaciones políticas anda más gastada que ese billete de 50 pesos que alguna vez se autopercibió equivalente a dólar.
Dignidad, dice el diccionario de la RAE, es la cualidad propia de la condición humana de la que emanan derechos fundamentales que, como tales, son inviolables e inalienables. Dignidad, dice el índice de pobreza e indigencia, es la condición inhumana de la mitad de la población argentina, que siempre puede ser vejada y alienada un poco más. Dignidad, dice la campaña electoral, es equivalente a una “platita” en diminutivo que se presentará como “bono extraordinario”; o a un año de aporte jubilatorio por cada hijo para las mujeres, si no la jubilación anticipada para quienes directamente no tengan ni siquiera el trabajo de madre. Las intendencias cuentan, además, con una tabla cambiaria de derechos elementales por electrodomésticos de segundas marcas.
En el libro que lleva como título esta palabra sublime, el filósofo Javier Gomá Lanzón dice que “El delito supremo contra la dignidad será dar a lo que tiene dignidad el tratamiento que solo conviene a lo que tiene precio”. Cita a Kant cuando decía que “Aquello que tiene precio puede ser sustituido por algo equivalente; en cambio lo que se halla por encima de todo precio y no admite nada equivalente, eso tiene dignidad”. De esa obra de 1785 se conoce la inconveniencia de calcular el costo de un voto al valor de un calefón.
Dignidad, dice la campaña electoral, es equivalente a una “platita” en diminutivo que se presentará como “bono extraordinario”; o a un año de aporte jubilatorio por cada hijo para las mujeres, si no la jubilación anticipada para quienes directamente no tengan ni siquiera el trabajo de madre. Las intendencias cuentan, además, con una tabla cambiaria de derechos elementales por electrodomésticos de segundas marcas.
El acto inmoral por excelencia es la cosificación, menoscabo de la dignidad que despierta el enojo: la indignación. Cuando el gobernante equipara un ser humano a una cosa, una dádiva, un consumo, desconoce su condición esencial. Cuando se deshumaniza, la persona se in-digna. Pero esta afrenta no es la única fuente de indignación de estos tiempos de pospandemia y posprimarias.
Si el menoscabo de la dignidad ciudadana es indignante, la pérdida de dignidad del gobernante es escandalosa. En la antigua Roma, dignitas designaba el rango elevado en comparación con otros de la misma jerarquía, de donde viene la designación de dignatario para el funcionario. La máxima dignidad es la investidura presidencial. La crítica y la mofa, lejos de ser la amenaza, son el aviso de que la dignidad investida se deshilacha cuando se pierde el respeto ciudadano a aquel al que se le había otorgado en grado sumo. Sin la dignidad investida, el rey queda desvestido.
Los memes han sido elocuentes a la hora de reflejar los desatinos electoralistas en nombre de una campaña destinada a acercar el dignatario al pueblo. Las fotos oficiales lo muestran entre locaciones en vías de desarrollo, con su libreta de capataz que lidia con las exigencias de la arquitecta implacable y una cuadrilla inoperante más pendiente de conflictos internos que de la ejecución de la obra. El cansancio físico delata la fatiga moral de este presidente en situación de calle, en contacto penoso con una realidad que sus asesores suponen con potencial comunicativo.
Si la dignidad no se puede imponer por ley, menos por campaña publicitaria. “El bien no se impone, al bien se invita”, dice Goma Lanzón. El ejemplo de virtud, agrega, lleva en sí una invitación a la generalización a través de su imitación positiva. A la inversa, la ausencia de dignidad causa un dolor que llega al escándalo. La indignación es una emoción intensísima, pero efímera. Ante la inviabilidad de un estado de indignación permanente, cuando se hace crónica los síntomas mutan a abandono, indiferencia, apatía.
La sociedad atraviesa estos tiempos horribles paciente y expectante, entendiendo que donde hay una necesidad puede no haber derecho, pero mantener la esperanza es dignificante.
De 2001 queda el recuerdo de que tras la indignación sin una solución en el horizonte, después de la explosión, viene el desencanto. La encuesta 2021 del Latinobarómetro confirma el desencanto creciente en la democracia, que aumenta entre los latinoamericanos más jóvenes y más pobres. En la Argentina, la idea de la democracia como mejor sistema de gobierno es apenas apoyada por la mitad de participantes de la encuesta, bastante menos que las tres cuartas partes que la suscribía en 2013.
A pesar del panorama, el autor de Dignidad recuerda que el escándalo puede desencadenar un cambio social porque “el asco ante la indignidad indica a la humanidad el camino de su progreso moral”. Quizás eso explique por qué la sociedad atraviesa estos tiempos horribles paciente y expectante, entendiendo que donde hay una necesidad puede no haber derecho, pero mantener la esperanza es dignificante.
Analista de medios