Signo de los tiempos. Gran Hermano como conversación y revancha
El género de telerrealidad confirma también el desinterés del artificio de la política espectáculo
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Hacía mucho que no teníamos un tema de conversación noble, de los que se puede decir cualquier cosa sin temor a que alguien venga a enmendar nuestra opinión. En las sociedades rotas en las que vivimos cualquier anécdota sirve de excusa para descalificar al otro. Hasta el calor dejó de ser un tema inocuo para hablar en el ascensor. Siempre puede haber un fanático del cambio climático, o alguien que milita de los subsidios a la electricidad, o lo contrario.
La televisión solía ser fuente de conversaciones anodinas. El pronóstico del tiempo, la telenovela furor, el concurso de premio millonario. También los mega eventos deportivos, antes de que se los devorara la controversia política. Las denuncias por derechos humanos del mundial en Qatar nos devuelven el reflejo trágico de Argentina 1978, confirmando que el contubernio deporte y política precedió a las redes. Pero estas lo hicieron insoslayable, como pasó con la falta de libertad en el Mundial de Rusia 2018, o las protestas sociales de Brasil 2014.
EMOCIÓN CÁNDIDA
Los nubarrones del mundial qatarí y la amenaza de tormenta nuclear por el Norte recalientan el clima de inestabilidad presidencial y chubascos inflacionarios que asuelan estas pampas. Por suerte salió el sol de Gran Hermano para darnos un respiro de nada misma. El rating confirma que, en proporción, atrae más este reality show que el partido de la selección. La expectativa del primer partido de Argentina significó 34,1 puntos mientras que cada noche Gran Hermano supera cómodamente los 20, sin contar la transmisión por streaming y el fervor incansable en redes sociales.
Si los resultados del partido sumergen a un país en un trance colectivo, el festejo por la eliminación del participante provoca una emoción cándida, que no complicará el inicio de la semana y podrá renovarse, con igual disposición, al domingo siguiente. Un servicio inestimable en una sociedad en estado de shock permanente.
Lejos de la discusión ad hominem, en la que insiste con agresividad la política, la conversación sobre Gran Hermano gira sobre el papel que cada quien desempeña. Como esa terapia de constelaciones familiares, la pericia está en poner en juego a los arquetipos adecuados y dejarlos actuar. En esta previsibilidad del carácter humano abrevaron los clásicos, los éxitos de taquilla y ahora los reality shows. Desmintiendo a la política hiperpersonalizada, que sobrestima el carisma, el hallazgo de Gran Hermano es que el único espectáculo que más interesa es el que involucra a quienes se nos parecen.
TODOS LOS JUANES
El juego no se ocupa de Juan o de Juliana, sino de todos las Julianas y los Juanes.
El género de telerrealidad confirma también el desinterés del artificio de la política espectáculo. Mientras el debate político se piensa desde caritas conocidas sentadas en platós que solo existen en la televisión, emperifollados como para un bautismo, la telerrealidad se cuenta en el baño y la cocina, como los videos que ven millones por TikTok. Con el servicio adicional de demostrar que los cambios sociales declamados están muy lejos de estar incorporados. En la espontaneidad de quien sale del baño o raspa la mugre de los platos, nadie es tan feminista ni tan igualitario.
El mayor acierto del género es que la realidad que proyecta es una y la misma para los jugadores y los espectadores: la exclusión como destino inevitable. No por casualidad Gran Hermano se estrenó en los tiempos en que nació el “Que se vayan todos”. Y los únicos a los que pudimos echar fueron los participantes.
Los detractores siguen despreciando el género por su contenido. Pero es pereza intelectual explicar un éxito global de más de dos décadas solo por la curiosidad por la vida privada o la inclinación de las masas hacia las boberías. “Los programas de telerrealidad son versiones modernas líquidas de las antiguas obras morales” analizó Zygmunt Bauman en Miedo líquido (2006). El mayor acierto del género es que la realidad que proyecta es una y la misma para los jugadores y los espectadores: la exclusión como destino inevitable. No por casualidad Gran Hermano se estrenó en los tiempos en que nació el “Que se vayan todos”. Y los únicos a los que pudimos echar fueron los participantes.
Quienes ingresan a la casa saben que en algún momento deberán abandonar las comodidades de la estancia, con la misma certeza y aleatoriedad con que los humanos enfrentamos la mortalidad. Infligir la exclusión a un participante es un desquite catártico por tantas exclusiones recibidas en la vida. Y tantas reelecciones indefinidas de quienes no merecen quedarse.
El voto es, como el del aquel vicepresidente que pasó al ostracismo por ejercerlo, negativo. En Gran Hermano no se elige el mejor, como falazmente postulan los comicios democráticos, sino el que sobra, como efectivamente ejecutan tantos órdenes de la vida contemporánea.
Analista de medios