Signo de los tiempos. El gobierno de los peores, la posverdad y después
Los que parecían liderazgos eternos construyeron las condiciones para su extinción; a largo plazo nadie puede ser creído en una sociedad que fue instruida a no creer en nada.
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La creciente insatisfacción con la democracia da razón a ese eslogan oportunista que repite que al mundo lo gobierna una casta de ineptos con prebendas. El Latinobarómetro 2021 muestra que el apoyo a la democracia está en un piso histórico de 49%, con un 27% de latinoamericanos que expresan que les da lo mismo cualquier sistema de gobierno. El pico en la Argentina se registró allá por 1995, cuando 76% sostenía que la democracia era preferible a cualquier sistema de gobierno. Hoy apenas supera la mitad de la población.
Con todo, es mayoritario el rechazo al autoritarismo, que acepta solo uno de diez latinoamericanos. Y ahí está la clave de la decepción, porque en muchos países (Argentina incluida), el mandato (kracia) del pueblo (demos) se volvió autocracia donde una voluntad plenipotenciaria anula oposición, prensa y mecanismos institucionales. Para hablar del gobierno de los peores se recuperó de un sermón de Paul Gosnold de 1644 el término kakistocracia, de kakistos (peor), superlativo del griego kakos (malo), que también da la palabra kakocracia.
Para legitimar el avasallamiento, estos liderazgos necesitan ungirse de un carisma para elevarse por sobre los demás, superioridad que confirman al rodearse de gente servil o mediocre, que no les haga sombra. Basta repasar la línea de sucesión que dejaron los hiperliderazgos de Latinoamérica en la última década para confirmar que todos aseguraron la decadencia.
Para legitimar el avasallamiento, estos liderazgos necesitan ungirse de un carisma para elevarse por sobre los demás, superioridad que confirman al rodearse de gente servil o mediocre, que no les haga sombra.
El destrato y la desinformación es parte del estilo de gobierno que necesita poner bajo sospecha justicia, parlamento, prensa y cualquier persona física o jurídica que no se le supedite. La posverdad es el sistema que, además de la información, recela de la competencia técnica. Terraplanistas desautorizan a astrofísicos, curanderos desmienten a doctores en medicina, improvisados en la discusión del día denigran a especialistas en la materia. En un sistema que durante años se ha encargado de mostrar que todo es lo mismo, la desinformación es el arma que desacredita el mérito y habilita a los mediocres.
El gobierno de los peores fomenta el relativismo que pone en un mismo plano a “un burro y a un gran profesor”, para confirmar con el tango de Discépolo que no es nada nuevo. Y entender la afición de estos regímenes por los sistemas de medios del siglo pasado. Que si no manipulan masas, como suponía la propaganda de la Segunda Guerra Mundial, al menos sirven para generar desconfianza y confusión como hizo patente la guerra de Ucrania.
Así funciona el sistema ruso de información, apoyado en fuertes restricciones a las voces críticas y pingües prebendas a las afines, distribuidas en una red de corresponsalías y repetidoras alrededor del mundo, que brindan generosos puestos de trabajo en mercados precarizados. Así funcionan también muchos sistemas nacionales que se presumían públicos, pero siempre estuvieron al servicio del partido en el poder. De ahí se aseguran un mercado cautivo de millones de seguidores fanatizados, que acompañan oficiosamente las agresivas campañas digitales que interfieren procesos políticos de todo el mundo.
A pesar de todo, antes del Moskva, el pueblo ucraniano derribó el buque insignia ruso que conformaban los medios RT y Sputnik, bien conocidos en países a los que supieron venderles la vacuna homónima, de la que todavía adeudan la autorización mundial y la segunda dosis. Esos países podrían aprender del heroísmo de la resistencia ucraniana que cuenta al mundo la masacre que la propaganda rusa niega. Habituado a desmentir a medios y a periodistas, el Kremlin no comprendió que el truco no funciona cuando se trata de una mujer que despide el féretro de su hijo, del niño que pregunta por su casa bombardeada, del combatiente que carga una anciana ensangrentada.
Habituado a desmentir a medios y a periodistas, el Kremlin no comprendió que el truco no funciona cuando se trata de una mujer que despide el féretro de su hijo, del niño que pregunta por su casa bombardeada, del combatiente que carga una anciana ensangrentada.
Por idéntico mecanismo, aunque en otra escala, también dejó de funcionar el truco de la cadena nacional. Cuando el espectador reemplazó el control remoto por un celular, sacó el discurso presidencial de la confirmación de la militancia para exponerlo a una audiencia que publica en redes la mofa o la disidencia.
El problema de la kakistocracia es que prefiere la lealtad al mérito. Así como Putin anuló cualquier advertencia de los efectos colaterales internos de la masacre ajena, también los autócratas de cabotaje se rodean de aduladores que, al no contradecirlos, agudizan sus errores. La paradoja es que los que parecían liderazgos eternos construyeron con la posverdad las condiciones para su extinción. A largo plazo nadie puede ser creído en una sociedad que fue instruida a no creer en nada.
Analista de medios