Signo de los tiempos. Cualquiera puede opinar de periodismo, ¿cualquiera?
Si antes la queja se elevaba eventualmente por carta de lectores, ahora es un hábito cotidiano por el cual cualquiera increpa a periodistas, incluso de medios que jamás leerían si no fuera para enmendarle la plana
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Los médicos comenzaron a molestarse cuando la gente empezó a ir a la consulta con autodiagnósticos de Google. Los docentes están inquietos desde que el alumnado corrige en línea todo lo que digan durante las clases. Pero los periodistas llevan años sabiendo que cada día alguien les indicará cómo hacer su trabajo.
Si antes la queja se elevaba eventualmente por carta de lectores, ahora es un hábito cotidiano por el cual cualquiera increpa a periodistas, incluso de medios que jamás leerían si no fuera para enmendarle la plana. Cualquiera se siente habilitado para dar indicaciones de cómo debería hacerse un reportaje, qué fuentes deberían consultarse y cuáles no, qué adjetivos hubieran sido más ajustados. Antes de que termine la entrevista, la gente sale a quejarse en red de que se preguntó poco, o que se preguntó mucho o, por qué no, que ni siquiera debería haberse entrevistado al fulano.
Que la gente en las redes comente o critique las noticias es una práctica que permite demostrar superioridad ante el grupo, en estos tiempos de individualismo comunitario. Hasta los grandes chefs reciben enmiendas a sus recetas de parte de cocineros de domingo empeñados en mostrarle al cuñado que puso el tuit más que con esperanzas de imponer su culinaria. Aunque es habitual que la persona experta reciba reprensiones de ignorantes en la materia, pocas profesiones como el periodismo recibe reprimendas habituales de ignorantes con poder.
El colectivo político suele justificar su crítica al periodismo en que el periodismo lo criticó primero. Justifica una simetría de poder que no es tal como hacen esas criaturas arrebatadas que excusan sus trompicones con el grito de “Yo no empecé”. El funcionario olvida que al derecho de expresión que asiste a cada ciudadano se le suma la obligación de no entorpecer el derecho a la información de la sociedad toda que su cargo público impone.
El colectivo político suele justificar su crítica al periodismo en que el periodismo lo criticó primero. Justifica una simetría de poder que no es tal como hacen esas criaturas arrebatadas que excusan sus trompicones con el grito de “Yo no empecé”. El funcionario olvida que al derecho de expresión que asiste a cada ciudadano se le suma la obligación de no entorpecer el derecho a la información de la sociedad toda que su cargo público impone.
Si la crítica es inquietante cuando proviene de pacientes o estudiantes que desafían la asimetría propia de la relación médica o pedagógica, se vuelve disciplinante cuando emana de quien tiene la suma del poder público. O solo la potestad de restringir la información, intervenir en la fuente de trabajo, complicar la situación impositiva, o envenenar el ambiente digital.
A la política le encanta la metáfora del cuarto poder que le sirve para declamar que el juego de fuerzas de prensa y política es equivalente. Ese mito tan conveniente solo persiste en alguna línea que declama algún guapo de barba de días en algún Watergate de Hollywood. Pero en Latinoamérica las democracias no funcionan como en las películas gringas. Y no porque los periodistas no se parezcan a Robert Redford o a Al Pacino, sino porque no se puede postular cuarto poder en países donde no funcionan los otros tres. O donde funciona uno: el de la prepotencia.
El repudio global fue unánime cuando un presidente de ese país donde filman películas de periodismo idílico se dirigió de manera irrespetuosa hacia el periodismo. En cambio, en Latinoamérica es perfectamente normal que presidente y voceros traten a diario a la prensa con los modales de Trump. Tan normal que sobran analistas con justificaciones de los exabruptos, con más creatividad que las de guionistas de cine.
Sin embargo, ni el periodismo es igual que el gobierno, aunque a algunos les sirva pasar por poderosos; ni el gobierno es igual que cualquier ciudadano, aunque se comporte olvidando que ninguno de sus actos es inocuo.
Hace tiempo que la política perdió credibilidad y el periodismo perdió exclusividad en la información que circula. Pero siguen interactuando como si la primera tuviera altura moral indiscutible y como si el segundo fuera responsable de todo lo que la sociedad comenta. Ahí es que políticos y periodistas terminan enfrascados en discusiones que nadie escucha, intercambiando palabras que nadie entiende. Cuando periodistas indignados hablan de “off” y filtraciones, es más probable que el oyente incidental piense en un repelente o en plomería doméstica que en procedimientos de vertido de información de manera anónima como dádiva a los amigos. O dardos envenenados para los enemigos.
La crisis de la información pública en el siglo XXI no es ni internet ni la proliferación de medios alternativos ni la fragmentación de las audiencias. La crisis es ese escepticismo generalizado que abonan con sus disputas quienes deberían ser constructores de confianza pero, en cambio, resultan más convincentes cuando despiertan suspicacias.
Analista de medios; su último libro es Las metáforas del periodismo (Ampersand, 2021)