“Siga siga”: el Estado abolió la sanción
Cuando se supo que Victoria Donda había intentado “arreglar” a su empleada doméstica con un plan social, muchos creyeron que le iba a costar su puesto en el Inadi. Cuando trascendió que Luana Volnovich se había ido de vacaciones al Caribe con su segundo en el PAMI y habían dejado el organismo acéfalo –además de ignorar una indicación pública del presidente de la Nación–, otros pensaron que sus horas en el Gobierno estaban contadas. Sin embargo, tanto Donda como Volnovich (entre muchos otros funcionarios, jueces, embajadores) han sido beneficiadas por la doctrina del “siga siga”, que ha abolido la sanción en el Estado y ha consagrado el criterio de que los errores, por más gruesos que sean, y las transgresiones, por más audaces que resulten, no tienen consecuencias. Simplemente, se las deja pasar. Ya ni siquiera se exigen explicaciones ni disculpas de ocasión.
No se trata de volver sobre episodios o escándalos que ya se consideran prescriptos, sino de reparar en una cuestión de fondo que han revelado esos hechos: se ha derogado el principio que indicaba que cuanto más elevada fuera la posición que se ocupaba, mayor era la responsabilidad. Sin haberlo publicado en el Boletín Oficial ni haberlo discutido en ningún estamento legislativo, el Estado ha invertido esa ecuación: cuanto más alto es el cargo, menor responsabilidad y mayor impunidad para manejarse con arbitrariedad y desparpajo. Se ha fijado así un estándar para toda la función pública, que trasciende incluso al Poder Ejecutivo. Los casos de Donda y Volnovich no han hecho más que sumar “jurisprudencia” para que nadie en el Estado se sienta obligado a rendir cuentas. Establecieron precedentes que, de hecho, autorizan a que cualquier subsecretario o director de área sienta que tiene “piedra libre” y que, haga lo que haga, está a salvo de una sanción y eximido, incluso, de dar explicaciones. Si la titular del PAMI sigue como si nada, ¿qué se le podría reprochar al encargado de las farmacias del PAMI si decide cerrarlas por 15 días para irse a Saint Martin con la subencargada de farmacias? No solo queda sin sanción el que actúa con negligencia e indolencia, sino que se reproducen y potencian esas actitudes: al ver que no pasa nada, nadie se cuida demasiado ni se siente obligado a hacer buena letra.
La doctrina del “siga siga” no concibe la función pública como servicio, sino como privilegio. Le reconoce al funcionario más derechos que obligaciones. Hasta se ve como un “rasgo de carácter” que, en medio de un revuelo mediático provocado por sus acciones, “aguante” en su cargo. Volnovich quizá sea internamente reconocida por habérsela “bancado” frente a la “persecución y el hostigamiento de los medios”. Así razona la lógica del privilegio. Si hubiera admitido su error y su falta ética, y hubiera presentado su renuncia, tal vez el oficialismo la hubiera acusado de “floja” y de haber cedido a la presión de la opinión pública. En ese caso, sí hubiera sido sancionada con una especie de ostracismo político. La renuncia se ve como un acto de debilidad.
En ese mundo del revés, queda completamente desdibujado el principio de autoridad. Es otro de los datos que reveló el caso Volnovich. Al no regir la obligación de dar explicaciones, también queda derogada la facultad de exigirlas. El Presidente puede fijar un criterio (que los funcionarios no veraneen en el exterior en medio de restricciones económicas y sanitarias), pero ninguno se siente obligado a seguirlo. Como la transgresión no tiene consecuencias, se extiende una licencia para que cada uno haga lo que quiera.
En esta suerte de anomia ética y funcional, el país se acostumbra a cualquier cosa: un juez (como Ramos Padilla) puede encabezar una marcha contra sus superiores (los miembros de la Corte) sin que la provocación genere consecuencias. Una jueza puede besarse en la cárcel con el criminal al que intentó atenuarle la pena, sin que su cargo corra peligro. Un ministro puede amenazar a un humorista por Twitter (como hizo Aníbal Fernández con Nik) sin que el atropello pase de una anécdota. Un embajador puede compartir un acto con uno de los acusados de volar la AMIA, y simplemente decir que no se dio cuenta, o ni siquiera decir nada. La doctrina del “siga siga” los ampara.
“Todos podemos cometer un error”, dijo alguna vez el Presidente al tener que explicar un festejo clandestino en Olivos. La frase pasó como una más, en medio de la hojarasca de las declaraciones políticas. Pero tal vez haya sido, de hecho, la consagración de esta doctrina con la que el poder se disculpa a sí mismo. ¿Todos podemos cometer un error? ¿O algunos, por su responsabilidad y su investidura, tienen un margen más acotado para el error? ¿Es lo mismo un error que una falta ética? ¿Un delito también cuenta como error? ¿Para los beneficios no somos todos iguales, pero para la tolerancia ante el error sí?
Por supuesto que la tarea de gobernar (como toda tarea humana) puede implicar fallas y equivocaciones. Desde ya que muchas deberán ser toleradas e incluso comprendidas. Ni los gobiernos ni los líderes más competentes son inmunes al error. El problema es cuando se tiende a equiparar todo y se diluye la escala de responsabilidades. El derecho a equivocarse (que existe y debe ser reconocido) no rige para todos en la misma proporción. Como otros derechos (a la intimidad, por ejemplo) se restringen cuando uno asume altas responsabilidades públicas. Al menos era así, hasta que empezaron a invertirse los principios y se consagró el “siga siga”. La frontera entre la buena y la mala fe se hizo más difusa y dejó de reconocerse: “Todos podemos cometer un error”. La frase parece ofrecerles a los funcionarios (desde el Presidente para abajo) una coartada eficiente, sea para indultar un desliz, una barrabasada o una burda infracción ética.
Por eso se justifica el reproche público que le hizo en estos días el exministro Ginés González García al Presidente. Fue el único al que se le pidió la renuncia en medio del escándalo por el vacunatorio vip. Después de un largo silencio, ha reconocido que pudo haber cometido “algún error”, pero consideró “injusto” su despido. Y dijo algo revelador sobre la filosofía que gobierna al Estado: “Si uno tiene que conducir, tiene que bancar”. Es un principio novedoso: “Gobernar es bancar”. ¿Cualquier cosa? Parece que sí. González García se convirtió en la excepción que confirma la regla. Es lógico que se considere víctima de “una injusticia”. ¿Por qué lo echaron a él de un gobierno que no echa a nadie? Todavía se lo está preguntando. Y encuentra, naturalmente, más explicaciones en el internismo que en la vigencia de un código ético que parece derogado.
Los casos de Donda, de Volnovich, de Aníbal Fernández o del embajador Capitanich (por mencionar solo algunos) forman parte, en definitiva, de una cultura que se ha enquistado en el Estado: no existe la sanción; no se pagan consecuencias. A nadie se lo echa; nadie renuncia. Es un criterio que baja desde la cima del poder y que llega hasta los estamentos más bajos. Ampara también a una profesora que adoctrina a los gritos a sus alumnos (como la de La Matanza) o a una concejala que es filmada mientras conduce en completo estado de ebriedad, como ocurrió en Salta. El sentido de la ejemplaridad, la obligación de “ser y parecer”, las nociones de deber y responsabilidad, parecen todos conceptos abstractos y anacrónicos. La ética y el poder han firmado su sentencia de divorcio. “Siga siga”, grita el referí. Ni el fútbol se animaría a tanto.ß