Siempre habrá una canción de cuna
Desde hace unos ocho años la artista Gabriela Golder anda por la vida -entre otras muchas cosas- recopilando canciones de cuna. La apuesta, nacida en 2009 a partir de una convocatoria de Ars Electronica, se llama Proyecto Arrorró (http://proyectoarrorro.com) y es tan simple y honda como las tres palabras con que su autora la sintetiza: "Cantar. Recordar. Compartir". Un archivo de nanas. Una base de datos con los arrullos más íntimos, las voces más eternas.
No hay grandes piruetas: una cámara fija, una persona que nos mira, comenta la historia de eso que nos va a cantar -una letra llegada de lo más lejano de la infancia, la canción que una abuela recuerda haberles cantado a sus nietos, el poema que una madre o un padre eligen cada noche para dormir a sus hijos- y se lanza, sin más, a entonarlo.
Recuerdo mi primer contacto con Proyecto Arrorró. Mientras deambulaba por una muestra de arte digital, la proyección de una mujer cantando, a capela y en alemán, una antigua canción de cuna, me hechizó. Por aquel tiempo, Golder recién estaba en los inicios de un proyecto que le implicaría recorrer distintas partes del país, contactar personas de todas las edades y orígenes e invitarlas a cantar. En cuanto a mí, andaba dando los primeros pasos en ese particular viaje que es la maternidad.
Por cierto, nunca serví ni sirvo ni serviré para cantar. Desafino, no recuerdo las letras, me cuesta ser protagonista de cualquier lenguaje que no implique la mediación -no musicalizada- de la palabra.
Pero, faltaba más, cuando nació mi hijo eso también estalló por los aires. Los primeros tiempos los recuerdo como un tránsito por momentos loco, de a ratos mágico, por sobre todo inefable. Porque con un bebe no se habla; con un bebe -lo aprendí con él- se establece una comunicación continua, evanescente, inagotable, multicolor. Como de otro planeta.
Y a un bebe se le canta. Ése fue nuestro secreto. Sólo y exclusivamente cuando estaba a solas con él me animaba. Sin llegar a tanto como propone la frase de Walter Benjamin que preside el proyecto de Golder ("el pasado narrado es más fuerte que el pasado vivido"), permití que fuera ocurriendo. De las profundidades de la memoria asomaban no tanto canciones de cuna como sencillas canciones infantiles. Me venían de a retazos, y así se las cantaba (entre nosotros nos entendíamos): que la muñeca vestida de azul, que la farolera que en la calle se cayó, que los tres alpinos que volvían de la guerra. Hasta que un día lo que brotó no fue una canción de la infancia, sino de la adolescencia. Me descubrí cantándole (¿o contándole?) que bajo el asfalto existe un mundo distinto/con gente que nunca vio el sol/ y no conoce los ruidos. De algún lugar, de algún aula del secundario, venían la voz de Sandra Mihanovich y la letra de Jorge Teszkiewicz, y no había nada más lindo que susurrarle a mi hijito que en la esquina de casa podía brotar un río de tinta con gente igual a la gente pero un poco distinta. Era la más difícil de entonar, pero fue la que más le canté. Nuestra canción. La de cuando todo, para él y para mí, se descubría por primera vez.
Hace unos días, mientras estaba en el auto, encendí distraídamente la radio y, golpe al corazón, sonaron los acordes de "Me contaron que bajo el asfalto". Era el programa de Reynaldo Sietecase en Radio Con Vos, Sandra Mihanovich había ido como invitada y cantaba ese tema.
A veces pienso que la vida, más que un círculo, es una espiral. Hay instantes en que los polos se acercan, las palabras sobran, el tiempo se esfuma. Entonces suena una canción en la radio y sos vos cantándole a tu hijo de meses, y es una mujer susurrando una nana en medio de una muestra de arte, y es la compañera de escuela que te hizo conocer a la Mihanovich. Y es tu abuela tomándote de la mano y cantando, una vez más, que la muñeca y sus zapatitos y su canesú.