"Sí, juro"
Porque no somos ni fiables ni creíbles, juramos. Es lo que escribió allá lejos y hace tiempo el filósofo Filón de Alejandría: "Los hombres recurren al juramento porque son infieles y carecen de credibilidad". El "Sí, juro" de la lealtad militar a los símbolos de la guerra, las armas y la bandera; de las promesas del amor para "respetarte y amarte todos los días de mi vida", o el de la política, el ritual oral y gestual del juramento republicano que se perpetúa con cada renovación parlamentaria.
Así lo establece la Constitución en su artículo 67, que manda a los diputados y senadores, en el momento de la incorporación al Congreso, a comprometerse con "desempeñar debidamente el cargo y obrar en todo de conformidad" a la Constitución. A su vez, en la casa de las leyes y los reglamentos, se estipulan hasta las fórmulas del juramento que cada legislador debe elegir y comunicar a las autoridades para la hora de la ceremonia. Se jura por la Patria, por la Constitución o por los Santos Evangelios. O la combinación de ambas. Con Dios como testigo y la Patria como invocación en caso de incumplimiento. Una ceremonia cargada de significado cívico y republicano.
En las bancas que se vacían cada cuatro años, el voto popular y soberano sentará a hombres y mujeres que deberán comprometerse a bien obrar y repetirán el "Sí, juro" con la mano sobre la Biblia o la Constitución. Un compromiso, también, con la palabra empeñada con sus votantes. El triunfo de la esperanza sobre la experiencia del perjurio. La promesa falseada. Una y otra vez, en los tiempos democráticos, se repetirá el ritual del juramento, el vicio humano de deshonrarlo y la esperanza de enmendarlo.
¿A qué se jura? A la Patria, esa palabra tan mal connotada por aquellos que la invocan pero luego no reconocen como sus iguales a los compatriotas. A la Constitución, a la que debemos ceñirnos sin adaptarla ni interpretarla a la luz de los intereses grupales o partidarios. A Dios, ese ser que nos habita y con el que solo podemos vivir serenos si no dañamos a otros ni nos contrariamos a nosotros mismos. Tal vez por eso los juramentos emocionan, al menos a mí. Una liturgia que nació sagrada como promesa a la letra escrita de la Constitución para bien obrar en beneficio del "pueblo de la Nación" en Diputados y de las provincias en el Senado.
Desde hace unos años, muchos legisladores han tomado la costumbre de alterar las fórmulas del juramento y prometen lealtades a causas, ideas, sus familiares o personas con nombre propio, "Néstor y Cristina", como se escuchó en las ultimas ceremonias en el Congreso por el ingreso de los nuevos legisladores. Sin que las autoridades que toman los juramentos hagan cumplir lo que está escrito tanto en la Constitución como en los reglamentos. Ellos ocupan las bancas por nuestro sistema de gobierno representativo y federal, tal cual reza el primer artículo de la Carta Magna. Si el primer acto público es la vulneración de ese principio fundante, qué podemos esperar a la hora de la sanción de la ley constitucional y democrática, la que debe construirse, en base a los principios constitucionales, con la pluralidad de las miradas políticas representadas en el Congreso, subordinadas al bien común. No a las personas. Sin la prepotencia de las mayorías, ni el trueque como malversación de la negociación política.
No pongo en duda ni la honestidad ni el sentir de los nuevos legisladores, ni la genuina emoción por la honorabilidad que entraña ocupar una banca. Sí que esos noveles legisladores ignoren que llegan al Congreso gracias a la generosidad de la Constitución que nos hace igualmente competentes para la política, ya que no requiere ningún requisito de idoneidad para representar a otros, a no ser la edad y ser oriundos o haber vivido dos años en la provincia a la que representan.
La democracia son formalidades y procesos. Los votos mayoritarios legitiman a los diputados y senadores, pero al comprometerse inicialmente con la Constitución deben acatar las reglas del juego democrático. Por legítimo que sea el poder, no debe confiárselo a las mismas personas y un Congreso de un solo color político es antidemocrático hasta por definición. Menos aún erigirse sobre la ley que, al menos como definición, es igual para todos. Al alterar la formula clásica del juramento se delata una concepción antidemocrática: las elecciones como un simple medio de poder. No el fin último del fundamento de la vida política, la ciudadanía.
En estos tiempos de transfuguismo, vuelve a preguntarse: ¿de quién es la banca? La misma pregunta ya elimina el valor simbólico de la representación del pueblo y convierte a la banca en un mero objeto de trueque y una estafa al pueblo, que en un acto soberano de confianza eligió a unos en lugar de otros para que tomen decisiones acordes a la concepción política manifestada en las campañas electorales.
Un teórico de la democracia como Tzvetan Todorov -quien, por haber vivido el primer tercio de su vida "en un país totalitario", Bulgaria, y los otros dos en Francia, una democracia liberal, pudo reconocer las amenazas al sistema de las libertades- recuerda, en su libro Los enemigos íntimos de la democracia, que para los griegos el peor defecto de la acción humana era la desmesura, "la voluntad ebria de sí misma , el orgullo de estar convencido de que todo es posible". Si como contraparte la virtud política es la prudencia, la templanza, la moderación, no es menor ni irrelevante reclamar por el respeto a las fórmulas del juramento establecidas por la Constitución. La repetición gestual y oral del "Sí, juro" han ido configurando una liturgia republicana y la confianza en el pacto democrático. Toda alteración presupone no solo una desmesura sino una manifestación de desprecio a la democracia.