Si gana Lijo, pierde la República
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El procedimiento fijado por el decreto 222/2003 tiene por objeto establecer una serie de reglas y pasos para elegir mejor a los jueces de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. No es infalible, claro, pero es una buena herramienta cívica e institucional. Lo que no se puede es hacer como que se cumple y, en realidad, no cumplirlo cabalmente. Es lo que está ocurriendo. Veamos.
Dice el artículo 2 del decreto 222/2003: “Déjase establecida como finalidad última de los procedimientos adoptados, la preselección de candidatos para la cobertura de vacantes en la Corte Suprema de Justicia de la Nación en un marco de prudencial respeto al buen nombre y honor de los propuestos, la correcta valoración de sus aptitudes morales, su idoneidad técnica y jurídica, su trayectoria y su compromiso con la defensa de los derechos humanos y los valores democráticos que lo hagan merecedor de tan importante función”.
Esa norma, que integra un régimen plenamente vigente, obligaba al Poder Ejecutivo ya al inicio del camino. En efecto, el Presidente no podía proponer a cualquiera, debía proponer a uno o más candidatos con aptitudes morales, idoneidad técnica y jurídica, y con una trayectoria y un compromiso con la defensa de los derechos humanos y los valores democráticos.
Desde el inicio de la postulación de Ariel Lijo nacieron las críticas fundadas en que no se presentaban las pautas indicadas en el párrafo anterior. Así, decenas de organizaciones de la sociedad civil, de las más variadas extracciones, se manifestaron en contra de esa postulación a través de comunicados y declaraciones. Un verdadero e histórico clamor. Eran conceptualmente duros, pero breves como tiene que ser ese tipo de comunicados. Pero más tarde, siguiendo la metodología del decreto, se abrió un período de impugnaciones en el que esas mismas organizaciones, otras nuevas, y numerosos ciudadanos a título individual, lanzaron sus críticas contra la postulación, esta vez de manera extensa y detallada. Algunas, las menos, opinaron a favor.
Con todo eso, el Presidente debía decidir si continuaba con su propuesta o no. Pero no tenía plena libertad para hacerlo. El decreto 222/2003 le exigía, y le exige, tratar fundadamente esas críticas. Así, dice el art. 9 del decreto 222/2003: “En un plazo que no deberá superar los quince (15) días a contar desde el vencimiento del establecido para la presentación de las posturas u observaciones, haciendo mérito de las razones que abonaron la decisión tomada, el Poder Ejecutivo Nacional dispondrá sobre la elevación o no de la propuesta respectiva”.
Y eso no ocurrió en absoluto. No se hizo el mérito exigido. ¿De dónde surge que no ocurrió? Del propio mensaje del presidente de la Nación al Honorable Senado de la Nación del 27 de mayo de 2024 publicado en los medios. Hay que leerlo para comprobar que allí se soslaya el tratamiento de las referidas críticas. Sin más. Eso torna plenamente antijurídica la decisión del Presidente de seguir adelante. ¿Por qué? Porque ese soslayamiento implica nada menos que la indefensión de todos aquellos que, con responsabilidad cívica, cumplieron con su deber de participar con argumentos en un procedimiento garantístico de noble finalidad.
Y este desajuste con la legalidad –violación a la garantía constitucional de defensa– no se corrige con la intervención del Senado de la Nación, que es de naturaleza política. Es menester, por lo tanto, que intervenga de manera urgente la Justicia y se obligue al Poder Ejecutivo a tratar las impugnaciones planteadas de manera fundada, como lo exige el decreto en cuestión.
Una vez cumplido ese paso –con una intervención judicial que retrotraiga el proceso–, si el Presidente lograra fundar la conveniencia de su candidatura, cosa que me parece muy difícil, sería el turno del Senado de la Nación. Al menos todos y cada uno de los que participaron del procedimiento tienen aptitud procesal para promover una acción judicial con este tipo de planteo.
Estamos ante la necesidad del respeto a la novedosa legalidad traída por el decreto 222/2003. Hay “caso” o “caso judicial” y no es un supuesto de la revisión de la “oportunidad, mérito o conveniencia” de una decisión, como alguno podría postular. Si bien debería juzgarse, ahora, la violación a la defensa de los impugnantes, es, también y de un modo indirecto, una revisión de legalidad toda vez que la “idoneidad” del candidato –que es lo que está en juego– es un concepto jurídico indeterminado, como lo es el de “necesidad y urgencia” o el de “utilidad pública”; es decir: materia revisable –según la jurisprudencia– sin vulnerar, por supuesto, la separación de poderes. Digo, finalmente, que tampoco es un acto que por su naturaleza especial esté exento de control.
¿Es el decreto 222/2003 letra muerta? No lo es. Si el Presidente dijera –en términos metafóricos– “no tengo en cuenta vuestra opinión negativa sobre Ariel Lijo, ya que creo que es buen candidato y lo someto a la valoración del Senado” (como parece decir el Presidente), nos tocará enmarcar nuestras críticas y dejarlas en un museo cívico para terminar afirmando, pues, que el decreto 222/2003 es letra muerta.
El clamor en contra de la nominación de Lijo es tan importante y generalizado, que es de esperar que se intente –por parte de ciudadanos y organizaciones– frenar este proceso antes de que el Senado trate su pliego. Debe corregirse la “ilegalidad manifiesta” que supone la continuidad del trámite legislativo.
¿Se puede perder el pleito? Sí, pero es peor no plantearlo. Si gana Lijo, pierde la República.