Si este mundo no alcanza, en el futuro tendremos el alucinante metaverso
La tercera potencia económica mundial será, en la próxima década, una galaxia de universos virtuales en tres dimensiones que generará una “actividad” de 5 billones de dólares por año. En la medida en que todavía no está claro cuáles son los contenidos que diseñan las grandes empresas tecnológicas ni las perspectivas que tendrán esos mundos alternativos, los economistas no consiguen ponerse de acuerdo en definir si la reciente estimación divulgada por la consultora McKinsey, equivalente al PBI actual de Japón, es una “cifra de negocios” o una suerte de producto bruto interno. Peor aún: las previsiones de los bancos e institutos especializados son igualmente elásticas e imprecisas. El Citi calcula que el mercado de los mundos inmersivos pesará 800.000 millones de dólares a partir de 2030. Bloomberg formula la misma estimación, pero a contar de 2024, y PwC calcula que evolucionará a un ritmo de 1600 millones anuales en los próximos siete años.
El verdadero creador del concepto del metaverso –neologismo que significa “más allá de los universos”– fue el autor norteamericano Neal Stephenson con su novela de ciencia ficción Snow Crash, publicada en 1992. La otra contribución importante a la cultura popular del ciberpunk fue el uso del término avatar para referirse a una identidad virtual en internet a fin de aplicarla a juegos de rol masivos. Ese mundo pasó de la ficción a la realidad con la creación del primer mundo virtual en internet: en 1999 Second Life prefiguró lo que 20 años después serían los metaversos. Ese programa gratuito permitía a los usuarios encarnarse en un doble virtual, conquistar maravillosas criaturas, acceder a la fama o actuar –sublimando su comportamiento de la vida real– como exitosos artistas, deportistas o millonarios capaces de comprar fastuosas propiedades, automóviles de lujo o yates utilizando Lindens, la moneda virtual de ese universo. Ese mundo de fantasía fue arrasado en 2007 con la crisis de los subprimes.
La ucronía de Stephenson fue recientemente utilizada por Steven Spielberg en Ready Player One (“Comienza el juego”) para describir un futuro que tiene poco de ciencia y casi nada de ficción: abrumada por el caos, la pobreza y los desastres climáticos, en 2045 la gente vive permanentemente conectada a Oasis, un paraíso virtual que le sirve de escapatoria, y la induce a competir hasta la muerte en juegos infecundos. Esas fantasías descendieron al mundo real cuando el negociante más astuto del planeta, Mark Zuckerberg, descubrió el enorme potencial comercial que ofrecía el vertiginoso futuro de internet. Para colocarse en primera línea, decidió rebautizar a Facebook con el excitante nombre de Meta, e invertir 13.000 millones de dólares para enrolar a 1000 millones de terráqueos en su mundo paralelo antes de 2030. El cambio de nombre, destinado a preparar el futuro, le sirvió sobre todo para crear una cortina de humo delante de las tremendas denuncias formuladas por la lanzadora de alertas Frances Haugen, que acusó a Facebook ante el Congreso norteamericano de ser “tan nocivo para la juventud como el tabaco y el alcohol”. Junto con otros tecnófilos fascinados por su proyecto demiúrgico, Zuckerberg aspira a impeler los límites de las fronteras tecnológicas para cambiar el futuro de internet. A criterio de Zuckerberg, el objetivo originario idealizado por los primeros teóricos de la red –Esther Dyson, George Gilder, George Keyworth y Alvin Toffler– en su famosa Magna Carta: el ciberespacio y el sueño americano deben evolucionar hacia una fusión de los universos físico y digital.
El teórico de esa distopía fue Jason Rubin. En un documento alucinado de 50 páginas titulado The Metaverse, ese dirigente de Oculus –sociedad de realidad virtual comprada por Facebook– describió en 2018 los objetivos que se proponía alcanzar en ese nuevo universo: “Quiero vivir y trabajar, y potencialmente transcurrir mi tiempo en el metaverso en lugar de pasarlo en mi monotonía cotidiana”. Zuckerberg también percibe ese futuro como ineluctable. “Es de esa forma como interactuaremos algún día”, anticipó en una entrevista con el sitio especializado Stratechery.
Ese futuro está, seguramente, a distancia de un piedrazo. Según un informe de McKinsey, los internautas pasarán “más de seis horas diarias” sumergidos en esa suerte de esquizofrenia, alternando juegos, fitness conectado, e-commerce, ocupaciones profesionales y actividades sociales. “En la próxima década, 50% de la actividad humana transcurrirá en el metaverso”, pronostica.
El aspecto más delirante del fenómeno sin precedentes que está creando el metaverso reside en que todos los cálculos y apuestas financieras conciernen a un proyecto –más bien un concepto– que aún no se sabe cómo funcionará: por el momento, el metaverso es “una idea inestable propulsada por un fenómeno de moda tecnológica y financiera, pero nadie puede garantizar que podrá transformarse en una realidad económica en 5 o 10 años”, advierte Thomas Husson, analista de Forrester Research, especializada en estudiar el impacto económico de las nuevas tecnologías.
Husson tiene probablemente razón. Desde el punto de vista tecnológico, el metaverso es una evolución natural de la web 1.0 que, a partir de 1990, dio origen a la primera versión de internet abierta al gran público para crear una red de sitios de expresión. A partir de 2004, la web 2.0 permitió interactuar en línea, un nuevo fenómeno que ilustran las redes sociales. La nueva web 3.0, actualmente en construcción, suele ser definida como una internet que, apelando a la tecnología de blockchain, permite compartir una propiedad entre quienes construyen la tecnología y quienes la utilizan. El sistema recompensa la contribución de los participantes con una remuneración en bienes digitales, que van desde criptomonedas (como el bitcoin o el ether) hasta títulos de propiedad de edificios, bienes raíces u obras de arte. Los dos elementos claves del sistema son el blockchain (cadena de bloques) y los NFT (siglas inglesas de token no fungibles). El blockchain, conocido gracias a las criptomonedas, es la tecnología de almacenamiento y transmisión de informaciones en forma de base de datos, y que tiene la particularidad de ser compartida por todos los utilizadores sin estar sometida a ningún control centralizado, con la ventaja suplementaria de ser rápido y seguro. Los NFT son activos digitales encriptados únicos, indivisibles, transferibles, que poseen multiplicidad y tienen la sorprendente capacidad de demostrar su escasez.
En la actualidad, se pueden percibir destellos del metaverso. Los conciertos virtuales atraen audiencias multitudinarias; los diseñadores de alta costura venden moda virtual, y algunos videojuegos permiten a los participantes socializar, comprar productos y asistir a eventos en un mundo virtual. Un usuario puede diseñar un avatar digital y “dar vida” a su personaje. Los tecnófilos empiezan a percibir, sin embargo, que ese mundo paralelo sublimado no estará visiblemente exento de riesgos. El desdoblamiento de la realidad puede acelerar la delincuencia virtual, crear escenarios para actividades ilegales embozadas, transmitir contenidos engañosos o desarrollar juegos destinados a difundir fake news y teorías complotistas de origen incierto y difíciles de rastrear y, por lo tanto, arduas de combatir. Si este universo virtual se expande tanto como predicen sus apóstoles, podría fomentar redes, economías paralelas y estructuras políticas virtuales capaces de trascender las fronteras hasta poner en peligro las identidades nacionales.