Si a la esperanza, no a la ingenuidad
En tiempos de crisis solemos aferrarnos colectivamente a la esperanza de que “algo” o “alguien” nos salvará. Pero esta esperanza, cuando se convierte en ingenuidad, puede resultar nuestra mayor debilidad. Hoy, muchos celebran señales de mejora económica, como la baja de la inflación, como si eso fuera suficiente para decir que el país está bien. ¿Acaso hemos aprendido tan poco de nuestro pasado reciente que volvemos a ignorar las alarmas?
La economía por sí sola no puede sostener un país. Es la institucionalidad y la integridad de los funcionarios lo que asegura la estabilidad a largo plazo. Sin reglas claras ni límites al poder, las mejoras circunstanciales carecen de fundamento, volviéndose efímeras y peligrosas. Hoy, en lugar de analizar críticamente las decisiones y el modelo de país que se está construyendo, muchos prefieren rechazar cualquier mirada incómoda que no se alinee con una profecía autorrealizada.
Un tema muy preocupante es la naturalización del deterioro en la relación entre presidente y vice, lo que erosiona la confianza pública en las instituciones y dificulta la construcción de políticas a largo plazo. A esto se suma el uso excesivo de herramientas como los Decretos de Necesidad y Urgencia (DNU) y los vetos presidenciales, que desvirtúan la división de poderes y debilitan el rol del Congreso como espacio para el debate democrático. Estas prácticas no solo profundizan el desorden institucional, sino que también refuerzan la percepción de que el Poder Ejecutivo actúa sin contrapesos, minando aún más la confianza en nuestras reglas republicanas.
Lo que nos enseña nuestra historia
En 2003, la estabilidad tras la crisis llevó a justificar excesos del kirchnerismo, abriendo la puerta al abuso de poder, la corrupción y la destrucción de las instituciones. Hoy, al igual que entonces, defectos evidentes como el desorden institucional son tolerados bajo la promesa de que “esta vez sí” habrá soluciones.
Antes, en 1982, otra muestra de ingenuidad colectiva nos llevó a celebrar la invasión a Malvinas como si fuera una reivindicación nacional inevitable. Casi todos festejaron. Lo que parecía una acción patriótica terminó siendo una maniobra desesperada de una dictadura en decadencia. Las consecuencias fueron devastadoras: vidas perdidas, un país humillado.
Más recientemente, en 2019, el relato del “Alberto moderado” sedujo a una gran parte de la sociedad, ansiosa por cerrar un ciclo de tensiones políticas. Pero esa apuesta ingenua permitió el regreso de un kirchnerismo fortalecido, que no tardó en mostrar nuevamente su faceta autoritaria, dañando aún más nuestras instituciones y profundizando los problemas económicos y sociales. ¿Cuántas veces más la sociedad argentina transitará ese camino?
El rol de la sociedad es el de no bajar los brazos. Como ciudadanos, nunca debemos dejar de controlar a nuestros gobernantes. Los gobiernos autoritarios no se lamentan, se previenen. La esperanza ingenua se paga cara, y el precio lo vemos en países que permitieron que sus democracias se erosionaran sin resistencia. Venezuela es el ejemplo más claro. Una sociedad que, al principio, toleró el autoritarismo de Chávez porque venía acompañado de cierto alivio económico y hoy paga el narco-régimen de Maduro con hambre, exilio y represión.
El Estado: sanear y reconstruir, no desaparecer
Es cierto que el Estado argentino necesita una reforma profunda. Pero esto no significa que deba desaparecer, como algunos plantean. Un país sin instituciones sólidas, sin un Estado que garantice los derechos básicos y equilibre el poder, está condenado al caos o al autoritarismo. La solución no está en destruir todo, sino en construir mejor, con responsabilidad y reglas claras.
Llegado este punto, es clave preguntarse si como sociedad estamos dispuestos a tolerar cualquier cosa con tal de evitar “que no vuelvan los de antes”. También debemos reflexionar si es virtuoso y sostenible un modelo donde el futuro depende de líderes individuales en lugar de instituciones fuertes y sanas. La sociedad argentina madurará cuando comprenda que el verdadero progreso requiere esfuerzo, control y compromiso.
Mirando hacia atrás los hechos nos han enseñado que el verdadero cambio viene de instituciones sólidas y ciudadanos críticos. La complacencia acrítica nos hunde. Necesitamos líderes que entiendan que el poder es un servicio, no un privilegio o un “manos libres”. Y necesitamos sociedades que no bajen los brazos, que exijan transparencia y responsabilidad sin dejarse encandilar por el pensamiento mágico o los espejismos de corto plazo.
Es hora de abrir los ojos y actuar con más respeto, más responsabilidad y menos relatos. Esto vale tanto para los gobiernos como para los ciudadanos.
Presidente de Iniciativa Republicana