Sesos exprimidos
Hace poco leí que uno de cada tres argentinos confesaba estar agotado, cansado, “fusilado” por un estrés crónico.
Si bien ese malestar diario es atribuido a presiones laborales y a los tremendos problemas económicos y sociopolíticos que encrespan nuestro ánimo, me quedé reflexionando sobre este mal, al parecer, generalizado. Un mal que provoca ansiedad, insomnio, dolores musculares, jaquecas, dificultades para concentrarse y, prácticamente, una imposibilidad para aprovechar el ocio y relajarse.
¿Por qué mi perplejidad? Porque si bien son indiscutibles los diversos factores externos que nos golpean hoy, desde hace un tiempo, me viene a la mente una pregunta recurrente: ¿cómo influirán en nuestro cerebro la tecnología en general y la adicción al celular, al streaming y a sus derivados en particular?
Estamos permanentemente estimulados, recibiendo información de todo tipo, saltando de un tema a otro, de una imagen a otra, de un paisaje paradisíaco a un terremoto, de unos insultos por las redes a un listado de chistes y memes, de muertos o heridos en Ucrania o en Medio Oriente a Lady Gaga. Mandamos emoticones, gifs, buscando durante largo tiempo los más divertidos, pero de golpe, nos distraen un motín en una cárcel y una manifestación con incidentes en el Obelisco; también, otro caso de pedofilia o de trata de personas o escenas de vandalismo en la Plaza de Mayo o incendios en California; de inmediato nos asaltan unas caras idílicas realizadas con inteligencia artificial, y luego nos interrumpe el chateo con amigos, relaciones, arreglo de citas, compromisos. Hay que leer las preguntas, hay que contestar y el tiempo pasa… y siempre estamos en falta. También necesitamos ver si compramos o si vendemos cosas a través de internet, en tanto que nos avisan que está por empezar una reunión por Zoom o un partido en Australia. A la vez, tendríamos que buscar ciertos datos en Google sobre cualquier cosa para un trabajo. Google: esa memoria desmesurada, casi inconcebible para una mente humana, salvo para el Funes de Borges. Alguna vez también me pregunté: ¿quién habrá programado todo este material infinito acerca de cualquier objeto, hecho o persona? ¿Un ET?
Además, para todo trámite o averiguación hay una app, hay un código, un pin, un QR, una clave, un nombre de usuario. Palabras, números, claves con letras y números, con letras sin números, con números sin letras, etc., etc. ¡Dios, ya me cansé! Hay que anotarlos, ¿porque qué cerebro los puede aprender de memoria? Y en cuanto los anotamos, ya dejan de ser secretos y personales, como se supone que deben ser. Ese alud de “droga cibernética”, de hiperquinesia tecnológica, ¿qué produce en nuestras cabezas? Porque, digo yo, es imposible que no produzca algo.
Vivimos en un nuevo mundo que no figura en el atlas, pero sí que debe estar resonando en los surcos de nuestra materia gris. Tal vez ya no sea gris, haya cambiado de color…
Nuestros cerebros estaban acostumbrados a un bombardeo más gradual. Teníamos archivos, diccionarios, teléfonos fijos, epistolarios, caminábamos las calles para comprar, para hacer diligencias, leíamos las noticias en diarios en papel y así, sucesivamente.
Le pregunté al Dr. Jorge Luis Molteni, médico neurólogo y legista, cómo repercutía en el cerebro ese gigantesco aumento de estímulos y datos al que se ve sometida nuestra cabeza a raíz de la tecnología. Y me respondió que el “bombardeo” tecnológico, en sus diferentes formas, afectaba –a su entender– el comportamiento psicoemocional, sobre todo en las generaciones más jóvenes. “Para decirlo sintéticamente –subrayó–, se produce la necesidad de respuestas inmediatas, sin mayor análisis, lo cual crea unos déficits adicionales y un deterioro de la inteligencia emocional, y también un déficit en las relaciones interpersonales”.
¿Qué mejor entonces que conversar con una psicóloga? Flavia Schlingmann, psicoterapeuta integradora, coincide en cierta forma con el Dr. Molteni. Me dice: “Este aluvión de información nos implica manipular muchos datos en simultáneo, dándoles, por lo tanto, un tratamiento más superficial”.
También cree que “caemos, de esta manera, en el multitasking, con lo cual lejos de ser más productivos estamos menos focalizados desde el punto de vista de la atención”. ¿Consecuencias? Nos volvemos menos organizados y la percepción de la tarea realizada es menos satisfactoria.
Saco mis conclusiones. La inmediatez y la dispersión serían la consecuencia de todos estos cambios en nuestra vida y ,como reza el nuevo dicho en la Argentina, “eso ya fue”.
La inmediatez significa superficialidad, apuro, corridas y una ansiedad permanente, puesto que un deseo es reemplazado por otro, en una suerte de pozo sin fondo que crea una constante insatisfacción.
Imposible no remitirme entonces a Buda. Buda atribuía la causa del sufrimiento humano al deseo y al apego.Los deseos satisfacen momentáneamente, crean la ilusión de permanencia, pero están ligados al ego, y el ego, según el budismo, es ilusorio. El deseo sería ni más ni menos que una trampa, perseguir zanahorias. Por eso, en su filosofía, Buda hablaba de la “supresión de los deseos” como base para alcanzar la paz interior.ß
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