Sesgos y vaivenes de la política exterior de Estados Unidos
Las perspectivas de la región cuando se llevó a cabo la Primera Cumbre de las Américas, a comienzos de diciembre de 1994 en Miami, distaban mucho de lo que se percibe en la actualidad. Entonces predominaba un clima de optimismo: en el contexto de la post Guerra Fría, la democracia y el libre comercio eran considerados por el establishment de Washington y gran parte de Occidente los mecanismos ideales para promover el desarrollo económico, la estabilidad política y un vínculo cooperativo, virtuoso y fecundo entre el norte y el sur. El tratado de libre comercio entre Canadá, México y Estados Unidos ya estaba vigente y prometía un horizonte de integración y beneficios compartidos que, con el tiempo, podrían extenderse al conjunto del continente. Las exitosas transiciones que habían permitido el final de los regímenes autoritarios parecían una ola irrefrenable e incluso irreversible, a pesar de los evidentes problemas de gobernabilidad que enfrentaban casi todos los países, en especial los que arrastraban conflictos internos violentos (en Centroamérica, Colombia y Perú) y los involucrados en la dinámica de reformas económicas para competir con éxito en un escenario de globalización.
Sin embargo, a los pocos días de esa reunión estalló la crisis en México, recordada como el “efecto tequila”, en la que se combinaron las dos dimensiones recién señaladas: la irrupción de la violencia política en Chiapas con el movimiento zapatista liderado por el subcomandante Marcos y una profunda crisis financiera alimentada por la intersección de déficits fiscales y comerciales, que incluyó la devaluación del peso y un costosísimo rescate del sistema bancario. Para EE.UU. implicó un test fundamental para determinar su compromiso con su socio estratégico y su voluntad de implicarse en situaciones de esas características. Ante la inédita dimensión de la crisis, al Fondo Monetario le resultó imposible conseguir los recursos para asistir a uno de sus países miembros. Entonces, el gobierno de Bill Clinton utilizó fondos del gobierno federal para armar un paquete extraordinario de salvataje que evitó el colapso económico y político de la nación vecina y el temprano naufragio de aquel proyecto primero inconcluso y a la postre frustrado por su concepción. Muchos suponían que la única potencia global estaba camino a convertirse en el “policía del mundo” y en el “prestamista de última instancia” de aquellos territorios que se apuraban a abrazar el modelo de desarrollo económico, en especial países que habían padecido el comunismo y la propia China.
La realidad resultó ser, como de costumbre, muchísimo más compleja, confusa y decepcionante que la teoría y aquellos supuestos hiperoptimistas. Solo una singular mezcla de voluntarismo, ingenuidad, superficialidad e ideologismos tecnocráticos podía justificar tal confianza en que mediante tratados de libre comercio y países con sistemas democráticos frágiles, escasa calidad institucional y, en consecuencia, serios problemas de representación, ineptitud y corrupción, iba a ser suficiente para que una región tan desigual y compleja entrara en la senda del desarrollo y alcanzara por fin su indudable potencial. ¡Cuánto candor! Pero, sobre todo… ¡qué oportunidad perdida!
En 2005, cuando en la Cumbre de Mar del Plata se enterró el proyecto de extender el Nafta al conjunto del continente, aquella utopía llevaba mucho tiempo poniendo de manifiesto sus enormes limitaciones. Apenas un puñado de países de la costa del océano Pacífico se habían sumado, además de México, al ideal del libre comercio, particularmente Colombia, Chile y Perú. Y aunque todavía no revirtieron esa convicción, los cuatro experimentaron un conjunto de convulsiones que explican que en la actualidad predominen gobiernos y mayorías sociales muy críticas del estado de cosas asociado, a veces injustamente, al modelo neoliberal. Otros, como la Argentina, Bolivia, Ecuador y Venezuela, atravesaron severas crisis económicas y políticas y giraron por eso hacia populismos con componentes más o menos autoritarios. Brasil, el país más grande de la región, vivió en este sentido un proceso “anormal”: se aferró a la inercia del viejo modelo proteccionista y experimentó tardíamente, con Bolsonaro en el poder, un cambio hacia una concepción más ortodoxa, luego de una notable “primarización” de su economía por el boom agroindustrial. Los principales cuestionamientos al libre comercio se mudaron de sur a norte: el nacionalismo económico, el proteccionismo y una concepción crecientemente aislacionista y antiglobalizadora se terminaron afianzando en la política norteamericana, tanto en la izquierda demócrata como con la irrupción del fenómeno Trump.
Las dificultades de América Latina para modernizarse económica y políticamente fueron múltiples, aunque tres de ellas resultaron ser obstáculos fundamentales. En primer lugar, los aparatos estatales, con o sin déficit fiscal, se convirtieron en el denominador común para que los países continuaran siendo incapaces de brindar los bienes públicos esenciales (seguridad, justicia, educación, salud, infraestructura física y cuidado del medio ambiente). Existen matices que no pueden soslayarse, pero la mayoría de los habitantes de la región son en la práctica ciudadanos imaginarios, con un conjunto de derechos virtuales que nunca se vuelven realidad. El imperio de la ley constituye un objetivo mayormente incumplido, aun cuando en otras naciones se respeten los contratos y haya una macroeconomía mucho más ordenada que en la nuestra. Así, cuestiones como la desigualdad, la corrupción o el avance de las redes de crimen organizado desmejoraron de forma muy significativa. Finalmente, por la crisis de los partidos y el profundo desgaste de la clase política, apareció un conjunto de líderes antisistema, de izquierda o de derecha, que hasta ahora demostraron una gran habilidad para reproducirse y sobrevivir a pesar de que cuando alcanzan el poder a menudo tienden a profundizar los problemas que supuestamente pretendían resolver.
Carente de un proyecto alternativo, en las últimas décadas la diplomacia norteamericana orientó sus prioridades estratégicas a otras cuestiones, como la consolidación de China como potencia, Medio Oriente, la crisis climática o, desde febrero, la invasión rusa de Ucrania y sus múltiples consecuencias en términos militares, diplomáticos, económicos y políticos. Con relación a América Latina hubo una actitud zigzagueante, contradictoria y bastante minimalista. Ambos partidos tuvieron sesgos y diferencias, pero nada quedó de aquel compromiso que a mediados de los 90 parecía otorgarle a la región un lugar de genuino interés.
Joe Biden, tal vez el presidente que más haya conocido y viajado por el subcontinente, intentará en Los Ángeles, en esta novena edición de la Cumbre de las Américas, revertir esta dinámica que terminó alejando a su país de la región, facilitando así la inserción de China en términos comerciales, de inversión directa y de influencia. Aunque no se conocen los detalles, el timing de implementación ni la dimensión de su propuesta, al menos retomará la idea de una interrelación virtuosa basada en la cooperación y la prosperidad. Bellas palabras que en sí mismas poco pueden significar ante la dura realidad de fragmentación, pobreza, desigualdad, violencia, apatía y liderazgos débiles y fuertemente cuestionados que caracteriza a esta región.