Seré un marciano
Sábado 9 de octubre. Año 2100. En la oscuridad de la cama encuentro en el sueño el único lugar de intimidad que me queda en el mundo. Sin embargo, aún allí distintos dispositivos cuidan de mí. Son sensores que empezaron a usarse hace casi 100 años, pero que ahora están integrados a los colchones, a las almohadas, a las sábanas, a las persianas.
Moldean la experiencia de mi sueño según avanza la noche, la inquietud de mi mente, mi apnea. Por fin el mundo está plenamente conectado y personalizado. Voy dejando el rastro de mi comportamiento donde sea, lo que constituye mi ser digital, mi espíritu de datos, mi legado al conjunto.
Para los que están dentro del mundo activo como yo (hay multitudes afuera), afortunadamente ya no hay espacio para los comportamientos inesperados. No los permitimos. Los berrinches, los estallidos de ánimo, las peculiaridades, las subjetividades, son expresiones incómodas que toleramos mientras se mantengan dentro de un margen estadístico mundial. No es necesario que nadie intervenga en esas conductas. Casi siempre se autorregulan. Al externalizar las emociones desde niños aprendimos a calibrar nuestra actividad pública al detalle. Nuestro comportamiento procura siempre ser idéntico al de la mayoría. Nadie sabe de dónde vienen las ideas de la especie, pero son un dogma del que nadie puede salirse sin ser apercibido por sus pares.
Somos profundamente cautelosos en las relaciones personales que, aún siendo privadas, en cualquier momento pueden hacerse legítimamente públicas. Las autoridades jamás intervienen en los conflictos entre personas porque los escándalos funcionan de ejemplo para los demás. Aprendemos de ellos, son nuestras vidas teóricas, nuestras parábolas morales.
No hay un superpoder que establezca un propósito específico para la cultura, como fantaseaban en el pasado. No hay conspiración. El conjunto es el único tutor. Nos movemos como vuelan las bandadas de estorninos que se siguen unos a otros imitando el movimiento del ave más próxima. Nadie manda. Sólo pretendemos no alejarnos. La vida en general es muy placentera y sensata.
Todo lo que es verdaderamente importante es manejado por máquinas infalibles que nos dan seguridad, desde los aviones hasta la salud, la economía, incluso las decisiones principales de los gobiernos. Aprendimos hace mucho que la predictibilidad es la madre de la estabilidad y la estabilidad de la felicidad.
Algunos humanos viven en Marte, los llaman “los marcianos de Musk” o “los locos de Musk”, por el nombre del visionario inventor que a comienzos del siglo pasado imaginó y terminó haciendo posible la vida en otros planetas. Son como un millón. Allá la vida es peligrosa, caótica, violenta, salvaje. Es lo contrario de mi vida acá.
Hace una semana, un líder marciano envió como mensaje a todos los habitantes de la Tierra un poema de Vachel Lindsay llamado “Los ojos apagados”. Esas eran las palabras que necesitaba:
“Que las almas jóvenes no se apaguen nunca / antes de emprender quiméricas empresas y ostentar todo su orgullo. / Es el pecado del mundo que sus hijos crezcan torpes y sus pobres parezcan bueyes blandos con los ojos apagados. / No que mueran de hambre / sino que mueran de hambre sin soñar. / No que siembren, sino que raramente cosechen. / No que sirvan, sino que no tengan dioses a quienes servir. / No que mueran, sino que mueran como ovejas.”
Me iré con la gente de Musk a donde sea. Seré uno de los locos, seré un marciano. Seré totalmente impredecible.