Ser incorrectos. La bandera de la extrema derecha global
¿Qué puede unir a liberal-libertarios, reaccionarios y conservadores religiosos? Respuesta corta: el antiprogresismo. Esta derecha ya existe como subcultura en la Argentina y da cuenta de un clima global marcado por la emergencia de las llamadas "derechas alternativas"; esas que escandalizaron a Hillary Clinton en 2016 pero también a neoconservadores como George W. Bush. Algunos incluso se entusiasman con crear un Vox argentino, en referencia al partido de extrema derecha español que logró insertarse en el sistema político ibérico.
Se trata de derechas iconoclastas, portadoras de lenguajes surgidos de plataformas como 4chan y de los videojuegos, y potenciada por la llegada al poder de Donald Trump hace cuatro años. Para estas visiones, el mundo se volvió una dictadura de la "corrección política" y el marxismo, que fracasó cuando quiso cambiar la estructura económica, finalmente habría salido airoso al ganar la batalla cultural e imponer una suerte de "policía del pensamiento" que impide pensar más allá de la "matrix". El "marxismo cultural", junto a la "ideología de género", se volvieron así parte de la oferta de teorías conspirativas disponibles para entender por qué el mundo es cómo es. Por eso, las derechas alternativas tomaron a la cultura como un campo de batalla antiprogresista.
Hoy hay un menú de incorrecciones políticas de derecha para elegir: hay libertarios decepcionados que buscan separar la libertad de la democracia y construir ciudades-Estados tecnoautoritarias (los llamados neorreaccionarios), antisemitas old style y defensores de Israel contra la "amenaza islámica", homófobos y homonacionalistas, negacionistas del cambio climático y ecofascistas, prorrusos y atlantistas, partidarios de Estado de bienestar solo para nativos y neoliberales autoritarios, y también célibes involuntarios (incels) antifeministas. Hay, además, quienes proyectan utopías antiestatales como los llamados "libertarios de alta mar", que quieren construir plataformas para vivir por fuera del Estado "opresor" y cuentan con el apoyo de algunos millonarios de Silicon Valley. Todos ellos se presentan como políticamente incorrectos.
Es cierto que la derecha no inventó la incorrección política, pero es la derecha la que en estos años, a escala global, le dio una vuelta de tuerca para articularla con un proyecto antiprogresista de amplios alcances. Si, como escribió Ricardo Dudda, autor del libro La verdad de la tribu. La corrección política y sus enemigos, la corrección política es "un intento por corregir las desigualdades e injusticias a través de los símbolos, de la cultura y de un lenguaje más respetuoso e inclusivo", la incorrección política se volvió un canal para traficar racismo, misoginia, masculinismo y desigualitarismo social.
En Estados Unidos, la expresión "guerrero de la justicia social" se volvió una formulación peyorativa para descalificar las voces progresistas que, a tono con cierta cultura gamer, adquieren la connotación de una fuerza invasora a la que debe hacérsele frente por todos los medios. Con Trump en la Casa Blanca, un conjunto de derechas marginales terminaron proyectadas a la política mainstream.
Las discusiones sobre la "cultura de la cancelación" son un caldo de cultivo para la incorrección política de derecha. Existe, sin duda, un tipo de progresismo normativo y moralizante, probablemente más virulento en un país de matriz cultural protestante como Estados Unidos. Pero sus motivaciones y su campo de aplicación no tienen nada que ver con un imaginario "marxismo cultural" o con la izquierda en general: el demócrata socialista Bernie Sanders no logró su enorme popularidad con un perfil de gran inquisidor cultural, sino por un discurso económico y social capaz de convocar tanto a estudiantes sobreendeudados como a mucamas latinas y a raperos negros politizados. En realidad, los aparentes "excesos" de la "corrección política" corresponden a lógicas de relaciones públicas y de gestión burocrática del capital reputacional de grandes empresas capitalistas y burocracias universitarias. El formateo terapéutico de la pureza de las conciencias no es una conspiración orwelliana de la izquierda, sino una industria multimillonaria que emplea miles de "pequeños funcionarios de la ortopedia moral", como decía Foucault, y está en total sintonía con el espíritu del capitalismo anglosajón y su influencia globalizada.
En la Argentina, el economista Javier Milei se volvió una suerte de epítome de la incorrección política –para escándalo de muchos liberales tradicionales–, con un virulento discurso anarcocapitalista, antikeynesiano y "antizurdo" que puede difundir desde una obra de teatro, un festival de otakus, una plaza del conurbano o un estudio de televisión. Agustín Laje, por su parte, se volvió un producto de exportación argentino, sobre todo hacia América Latina, y su meta es transformarse en un "Gramsci de derecha" (y no es el primero que intenta emular desde la derecha al pensador comunista italiano que escribió sobre la hegemonía y la cultura en la lucha política). Unida por el antiprogresismo –comparten diversos foros y espacios de acción– esta galaxia está no obstante atravesada por enfrentamientos personales, políticos e ideológicos que dificultan su articulación política.
Una capa de jóvenes post-adolescentes leen al paleolibertario estadounidense Murray Rothbard –publicado en la Argentina–, a los economistas de la Escuela Austríaca y eventualmente a Ayn Rand y sus ideas sobre el "egoísmo racional", se sienten atraídos por Jair Bolsonaro y su discurso anticomunista y enarbolan la bandera de Gadsden, emblema libertario asociado a la Revolución estadounidense. Para entender este fenómeno, es necesario desarmar viejos combos ideológicos para captar las novedades del presente. En cierto sentido, vale la definición del británico Milo Yiannopoulos, que se pasó de raya con su incorrección política, hizo chistes sobre la pedofilia y cayó en desgracia incluso en las derechas radicales. Este "maricón peligroso", así se autodefinió, habla de estas derechas como un conjunto de conservadores que no tienen nada que conservar.
Es cierto que la articulación entre conservadurismo/autoritarismo no es nueva. Y que muchos liberales han apoyado con entusiasmo dictaduras de libre mercado como la chilena. Lo novedoso es que las "extremas derechas 2.0" –como las llama el historiador italiano Steven Forti– buscan apropiarse de las banderas de la rebeldía. Para estas derechas, la transgresión está cambiando de bando. Son ellas las que dicen "las cosas como son", en nombre de la gente común, mientras que la izquierda quiere encubrir la realidad con una neolengua censora. La idea central es que existe una élite progresista que controla el mundo e impone autoritariamente su visión sin necesidad de instaurar una dictadura a la antigua. A veces, esto llega a expresiones delirantes como las de la teoría de la conspiración QAnon, que estuvo detrás de la toma del Capitolio, para cuyos seguidores esa élite sería, además, pedófila y/o satánica.
La imagen de una "nueva inquisición" aparece una y otra vez en los discursos "políticamente incorrectos" que, de este modo, se postulan como una forma de inconformismo contra el orden establecido, en un mundo supuestamente sumergido en una maraña de engañosos eufemismos. La corrección política le habría quitado a la gente la posibilidad de levantar su voz, etiquetando las críticas como racistas, misóginas, racistas y homófobas. Y la nueva incorrección política vendría a liberarla.
Autor de ¿La rebeldía se volvió de derecha?, de próxima publicación en la editorial Siglo XXI