Ser especial, digno de excéntricos
Javier Goma Lanzon Para LA NACION
ME hallaba yo en el regocijo familiar durante estas fiestas navideñas cuando, animado por el honesto propósito de compartir un rato con mi hija, que veía en el salón un episodio de la serie Hannah Montana , me senté paternalmente a su lado en el sofá. Nos mostraba la pantalla una pareja de escolares impúberes que, abandonados a una orgía de tics actorales y a la inanidad de los más enlatados lugares comunes, coqueteaban a la salida del instituto, mientras una música de fondo sugería al espectador que se avecinaba un momento emocionante, quizá tierno. Y así fue, en efecto. El chico, elevándose a la mayor sublimidad amorosa que los tiempos permiten, le endilgó a su amiga el socorrido: "Tú eres muy especial", algo así como la declinación pop de aquel "¡ojalá no mueras nunca!" que es para el poeta la esencia del amor. No contento con ello, el contumaz enamorado continuó el cortejo y reincidió en el dichoso concepto abundando en que ella le inspiraba algo muy especial y que tenerla cerca hacía que también él se sintiera muy especial (la aludida le aseguró, afectando turbación y timidez, que reciprocaba su sentimiento). Al punto, una vieja interrogación volvió a interpelarme: hoy, la forma suprema de la individualidad se compendia en la categoría de "lo especial". ¿Realmente es tan maravilloso, tan deseable y tan apetitoso ser especial?
Sólo muy recientemente el hombre ha querido ser tal cosa. Tradicionalmente se consideró que el mundo conformaba una realidad acabada y normativa, y que, ante una perfección ya completa, al hombre sólo le era dado reiterarla, reproducirla, copiarla, por lo que debía abstenerse de inventar ocurrencias subjetivas o de concebir nuevos mundos que sólo podían redundar en desviaciones monstruosas de una norma inmutable. Los entes individuales, en el cosmos premoderno, participan de una normatividad común y general: ser "algo" quiere decir que "en ese algo" se confirma la regularidad de su género, y así, por ejemplo, el hombre es hombre cuando demuestra poseer los atributos que son propios al específico género humano: racionalidad, moralidad, sociabilidad, lenguaje, etcétera. Experimentar es entonces generalizar, hallar en cada cosa su genérica verdad (y bondad y belleza). Y como lo general es lo normal, la cultura premoderna concedió a la normalidad una preponderancia ontológica.
Todavía a fines del XVIII Samuel Johnson, portavoz de una larga tradición, enseñaba a sus contemporáneos la "grandeza de la generalidad", que es como decir la grandeza de la normalidad. Pero preciso es reconocer que esta normalidad se había tornado invivible, insoportable, en la Europa del XIX, y el hombre occidental le retiró de golpe su anterior homenaje. Se observa, en particular, en la literatura de la Inglaterra victoriana, que novela las vidas de personajes alienados por una normalidad social que quisiera aplastarlos bajo el manto de asfixiantes convenciones sociales. No es casual que, precisamente en esas fechas, Stuart Mill compusiera en su ensayo On Liberty el himno más vibrante nunca escrito en loor de la excentricidad individual: "La excentricidad y la fuerza de carácter marchan a la par, pues la cantidad de excentricidad que una sociedad contiene está en proporción a su cantidad de genio, de vigor intelectual y de coraje moral". Edith Sitwell -English Eccentrics (1933)- la entronizó como propiedad definitoria de la aristocracia de su país, pero antes que ella À rebours (1884), de J. K. Huysmans, creó el tipo del excéntrico por antonomasia en la persona de un decadente duque francés, Des Esseintes, que mandó chapar en oro la coraza de su tortuga doméstica.
En realidad, la excentricidad es un fenómeno de toda la conciencia decimonónica europea, que durante el siglo XX se masifica y se constituye en la nota distintiva de la subjetividad moderna, con independencia de las clases: ser hombre es ser distinto del mundo y de los demás hombres, y así lo individual del individuo, en esta postrera vulgarización del concepto, ha de discernirse en lo diferente, único, original, exótico, inusitado e irrepetible residente en él. Y de ahí, cayendo por una pendiente inclinada, se va en derechura a la industria del entretenimiento de Disney Channel: ser hombre es -idealmente- ser especial, como dice el escolar enamorado a la salida del instituto.
La democracia, en consecuencia, ha generalizado a todos los ciudadanos la autoconciencia aristocrática reservada a los estratos socialmente superiores, en lugar de alumbrar una idea igualitaria de la subjetividad basada en la misma dignidad de todos los hombres y en su común mortalidad. ¿Es ésta la última palabra sobre el hombre? No y no. Dejaré para mejor ocasión una exposición más detallada del asunto. Diré tan sólo que comprendo los recelos hacia cualquier empeño por restituir una normalidad que tuviera como efecto la nivelación castrante de todo impulso de distinción y excelencia. Sólo que no toda distinción humana ha de conducir, por fuerza, a la extravagancia. Hay dos maneras de distinguirse sobre la "indistinta" medianía: siendo excepcional o siendo extraordinario. Es excepcional quien se singulariza saliéndose de la norma común, como hacen la mayoría de los extravagantes héroes de las novelas modernas; es extraordinario quien sigue esa norma, pero destaca sobre los demás al llevarla a un rango superior de perfección y cumplimiento. No es lo mismo el suicida Werther o el homicida Raskolnikov que el Aquiles homérico o Alejandro Magno, los cuales, a diferencia de los anteriores, reúnen todos los bienes deseables en la vida griega -fuerza, belleza, riqueza, placer, gloria y virtud-, pero elevados a un grado eminente. Hay, pues, una distinción no extravagante.
Entró mi mujer en el salón y me encontró absorto en mis pensamientos y sin mi hija, que, aburrida de mí, me había abandonado sin yo notarlo. Volvió la mirada a la pantalla, que seguía emitiendo el episodio de la serie infantil, y murmuró, con un mohín de incredulidad ante una nueva prueba de mi extravagancia: "Javier, lo tuyo no es normal".