Ser escritor de izquierda, una vocación en crisis
El sueño inconfeso de alguna gente de letras de participar del poder, de susurrar en la oreja del príncipe, ¿está cómodo con el 43% de pobres, con los muertos por el narcotráfico?
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No es un secreto que muchos escritores, en todas las épocas, han sido de izquierda o abrazado alguna forma de progresismo. Voltaire se opuso al absolutismo, Zola al nacionalismo. André Breton cumplió tareas –de mala gana, pero las cumplió– para el Partido Comunista. Hemingway colaboró con el bando republicano en la Guerra Civil Española y Sartre famosamente dijo: “Un anticomunista es un perro”. En la Argentina, el magisterio de Borges no impidió que se formara entre los escritores un sentido común progresista que actúa, a veces, como una seña de identidad, y otras como dispositivo de autocensura. Todavía son incontables las conversaciones entre escritores que empiezan: “Esto no puedo escribirlo porque me matan, pero…”. Durante el kirchnerismo ese dispositivo tuvo una eficacia casi absoluta. Ahora parece en crisis y me interesa indagar por qué.
La primera razón es la más evidente. Si los escritores suelen ser de izquierda, en parte es por un rasgo de carácter que, en cierta medida, es un requisito en este trabajo: cierta oposición a la autoridad, cierto carácter refractario al orden establecido. Después de todo, hay pocos motivos para construir mundos imaginarios si uno está conforme con el real. Dejo ahora de lado la cuestión de las formas (no necesariamente políticas) que puede tomar esa rebelión; lo cierto es que el kirchnerismo, en nuestro país, la convirtió en oficial. Como señala Quintín, cuando Néstor Kirchner bajó el cuadro de Videla los escritores progres empezaron a sentir que en el poder había uno de los suyos. Luego vinieron las dádivas, los cargos, las becas, los viajes oficiales; pero quizá más que todo eso pesó el reconocimiento, la mano en el hombro.
José Pablo Feinmann, en alguna entrevista, dijo con franqueza admirable que se sentía resentido por vivir en un país (y un continente, agregó, si mal no recuerdo) que no ofrece a sus escritores la vida que merecen. A esos escritores con la autoestima rota el kirchnerismo vino a decirles: vos estás para más, yo te voy a dar el lugar que merecés. ¿Qué tiene de raro que se volvieran oficialistas? Se sintieron –otra fantasía muy típica en la gente de letras– un poco partícipes del poder, la voz ilustrada que susurra en la oreja del príncipe. Hicieron por el kirchnerismo lo que un escritor sabe hacer: contar la historia de cierta forma, contribuir a instalar un sentido común. Ayudaron a establecer (todo escritor que sepa algo de su oficio sabe también hacer esto) una relación metafórica entre hechos dispares: el kirchnerismo y la propia juventud. Como los cuarentones de 2003 habían sido jóvenes en los 70, les hicieron sentir que votar al kirchnerismo era, de algún modo, recuperar la lozanía y la pureza de corazón.
Tenían los instrumentos para hacerlo, porque otro rasgo de personalidad típico de los escritores es la melancolía: suelen sentir que algo invalorable se perdió nel cammin di nostra vita. Por eso, dicho sea de paso, es común que rechacen las complejidades del Estado, las empresas, la economía, la historia, y prefieran pensar la política como cuando tenían diez años. De ahí sus declaraciones tipo Mafalda o sus apelaciones a figuras paternas o maternas que vienen a derrotar a los malos. Y bien: ¿por qué no poner esa nostalgia al servicio de un político que te ofrece un viaje a Madrid, un escritorio en una subsecretaría?
También pusieron en circulación palabras. Del grupo Carta Abierta surgieron expresiones como “destituyente”, “el modelo” o “agenda transformadora”, que prendieron en el habla corriente. El complejo de superioridad intelectual de los escritores de izquierda, inevitable contracara de su amor propio herido, reafirmó la idea de que un gobierno no kirchnerista, por definición, es de brutos e ignorantes. Desde sus puestos en editoriales, revistas, festivales o jurados de becas, impusieron el ostracismo a colegas críticos de la doxa kirchnerista e indujeron a muchos más a un silencio prudente.
Pasaron veinte años, sin embargo, y retazos de esos discursos elaborados cuando los escritores de izquierda se disponían a tomar el Palacio de Invierno vuelven, ahora, en boca de políticos que vivieron y envejecieron en el poder. Son viejas palabras enfáticas en boca del mantenido Máximo Kirchner, de la patrona de domésticas impagas Victoria Donda, del fiestero empedernido Alberto Fernández, de la condenada por enriquecimiento ilícito Cristina Fernández de Kirchner. ¿Cómo se llevan la oposición a la autoridad, propia de los escritores, el carácter refractario al orden establecido, con el hecho de seguir dando letra a una decadente aristocracia estatal que, además, deja un país injusto, violento y pobre?
¿Y cómo se lleva aquel complejo de superioridad intelectual con el hecho de que hoy, después de veinte años de kirchnerismo, seis de cada diez alumnos pobres de tercer grado no saben leer ni escribir? Y el sueño inconfeso de participar del poder, de susurrar en la oreja del príncipe, ¿está cómodo con el 43% de pobres, con los muertos por el narcotráfico? ¿Con los desaparecidos de la cuarentena, con Magalí Morales, Luis Espinoza, Facundo Astudillo Castro y tantos otros? ¿Con Cecilia Strzyzowski, asesinada por los socios del kirchnerismo?
Pero la contradicción que enfrentan los escritores de izquierda es todavía más profunda. Porque aun si apeláramos a la excusa tantas veces repetida –que dirigentes puntuales del kirchnerismo pueden fracasar o traicionar, pero “el proyecto” sigue siendo sagrado–, la realidad es que la Argentina no ofrece un orden neoliberal al que oponerse, sino todo lo contrario. En un país con un gasto público que ronda el 40%, con la segunda carga impositiva más alta de la región, donde la mayoría de los empresarios dependen de subsidios, y en varias de cuyas provincias hay más empleo estatal que privado, ¿es sostenible la fantasía de que un escritor de izquierda se opone al statu quo?
Martín Kohan deploraba hace poco que la palabra revolución sea acaparada por “la derecha”; pero es una realidad que las plantaciones de perejil de Grabois representan menos cambio respecto de la realidad actual que una eventual economía abierta. También en Catamarca o Santa Cruz, objetivamente, la iniciativa privada es una ruptura con lo establecido; y una empresa como Mercado Libre rompe con las estructuras económicas existentes en la misma medida en que emporios prebendarios como el de Cristóbal López las defienden y conservan. La Argentina estatista, para bien o para mal, es nuestro Ancien Régime.
Por debajo de esa estructura vive otro país, semiclandestino, de emprendedores y cuentapropistas digitales para quienes el Estado no es el camino a la utopía, sino el matón del barrio al que se busca evitar; un país que los escritores de izquierda no comprenden y al que no tienen nada que decirle. Así parecen entenderlo, también, los chicos que siguen a Javier Milei, lo cual toca otro punto doloroso para los escritores de izquierda actuales: la pérdida de la identificación con la juventud. Algo que puede lamentar la literatura en general, ya que los muchachos mileístas, además de venerar a una figura autoritaria e inepta, no leen.
Quizá por eso muchos escritores progres se han refugiado en la teoría de género y la política identitaria. Pero los devaneos woke, según empieza a despuntar en el resto del mundo, a su modo son tan funcionales al orden establecido como las odas escolares a Gildo Insfrán o los bloqueos de rutas del clan Moyano. Los CEO aman las discusiones sobre el género autopercibido y los debates sobre el racismo sistémico porque son asuntos económicamente neutros que distraen, por ejemplo, del hecho de que los salarios reales en el mundo desarrollado llevan cuarenta años sin crecer.
Pero esa es otra historia. Digamos, por ahora, que tuvo razón Roberto Bolaño, el mejor escritor de izquierda del último medio siglo, cuando escribió que es necesario que cada generación vuelva a internarse en los caminos en busca de lo nuevo. Lo que no dijo es que lo nuevo, a veces, no está donde parece.