Ser campeones también en política exterior
Lo que la selección nacional ha logrado recientemente al consagrarse campeona mundial de fútbol por tercera vez, en la más electrizante final de la historia y liderada por el máximo atleta vivo de cualquier disciplina y el hombre más popular de la Tierra, excede sobradamente una hazaña deportiva. El mundo entero, desde la personalidad más encumbrada hasta el habitante más remoto, ha aprendido mediante la razón y la emoción que existe un país llamado Argentina, que se halla en Sudamérica, cuyos colores son celeste y blanco con un sol flamígero, y cuya gente, de orígenes diversos, descuella como la mejor en el deporte más popular del planeta, merced a su talento, competitividad, inteligencia, pasión, habilidad, disciplina, tenacidad y coraje, incluso frente a una azarosa adversidad. Es decir, que la trascendencia de lo que este grupo de argentinos ha conseguido como embajadores del país, en términos de imagen internacional, para hoy y para la eternidad, es incalculable.
Paralelamente, desde la política exterior, hemos logrado todo lo contrario desde hace años, como lo reflejan los medios internacionales: indisciplina, improvisación, impericia, inconstancia, incumplimiento, desconfianza, exaltación del demérito y empecinamiento en alinearse con lo peor que ocurre en el exterior (como la invasión a un país pacífico, ejecuciones de luchadores por los derechos humanos, persecuciones a opositores políticos, apoyo a gobernantes dictatoriales), contribuyendo a difundir una pésima imagen del país sobre dos premisas: arraigado desprecio del mundo e insana atadura a la política parroquial, pues aunque todos sostienen que la Argentina requiere integrarse al mundo, declamarlo no basta si luego se persigue a los exportadores, se designan embajadores inexpertos o se destrata a los países exitosos.
En mis casi cuarenta años de carrera diplomática he podido comprobar y aprovechar para mi trabajo en el exterior que, como estos geniales futbolistas, mutatis mutandis, cantidades de argentinos también descuellan como emprendedores, científicos, deportistas o artistas líderes en sus respectivos ámbitos, difundiendo así una imagen magnífica del país. La clave de los argentinos que triunfan en el exterior es equivalente al del seleccionado y consiste en la coherencia entre lo que se dice y lo que se hace: estar persuadido de la importancia de triunfar en la elite mundial; seleccionar a los mejores para conseguirlo; y poner a su disposición los medios adecuados.
A partir del instante en que Messi alzó la copa, cada argentino en el exterior será visto a través de su prisma, pues a los ojos extranjeros su aura se derramará sobre cada uno de ellos, sea un estudiante en Boston, un petisero en Londres, un vendedor de carne y vinos argentinos en Budapest, un entrenador de fútbol en Bosnia y Herzegovina o quien juegue un picadito en Bangkok. Amigos de todo el mundo me han enviado sus felicitaciones como si yo fuese autor de un gol. Recuerdo que tras un taqueo en Budapest, un adepto húngaro al polo me dijo: “Es que ustedes los argentinos nacen con handicap”, lo cual no se debió a mi muy modesto juego, sino a los Cambiasos que andan por el mundo, porque cada argentino y sus creaciones en el exterior contribuyen y, a la vez, disfrutan del prestigio del país.
La más trascendente moraleja de esta proeza deportiva de escala global y efectos inconmensurables para la imagen argentina en el mundo radica en que no existirán triunfos para nuestra política exterior e imprescindible proyección internacional si no se asignan para ello la decisión y los medios que puede proveer el Estado al servicio de todos aquellos argentinos que individualmente ya son campeones.ß
Diplomático de carrera y miembro del Club Político Argentino y de la Fundación Alem