Señuelos económicos tardíos en un populismo decadente
Ernesto Laclau, uno de los referentes ideológicos del populismo, sostiene en el libro La razón populista: “… a partir de la sumatoria de demandas sociales insatisfechas, el populismo divide a la sociedad y convierte a la mayoría en un todo aglutinante que se apropia del concepto ‘pueblo’”. El líder, que representa al pueblo, y que debe evitar la intermediación propia de los mecanismos institucionales para articular su relación con “el grupo”, promete soluciones inmediatas a problemas causados por un “enemigo” interno (el “antipueblo”) que representa intereses de un “enemigo” externo (que se ajusta a las adaptaciones del relato).
El “enemigo” no es solo causa de los males presentes, es también la coartada para las interferencias, las demoras y los incumplimientos con lo prometido. La lógica binaria “amigo/enemigo” en la construcción de poder político, es consustancial con el maniqueísmo de identificar al amigo con lo bueno y al enemigo con lo malo, validando una axiología belicista que promueve el resentimiento y la división social (la “grieta”). “Al amigo, todo; al enemigo, ni justicia”. La construcción político-institucional y los valores que promueve el populismo han quedado expuestos en el atentado contra la vicepresidenta y en la denuncia por amenazas de muerte al expresidente, que la Justicia investiga. La sociedad está conmovida y angustiada mientras el Gobierno intenta un giro táctico en lo económico tratando de preservar el poder.
Responsable de la decadencia cuasi secular del país, y con varias implosiones en su historia, es difícil explicar la sobrevida de esta ideología y su vigencia casi ininterrumpida durante décadas en la Argentina. Puede que la épica del relato y sus apelativos emocionales preserven alguna magia resistente a la repetición de fracasos. Sus simplificaciones y repuestas directas a problemas complejos proveen un recurso exculpatorio que amplía derechos y exime de responsabilidades. Además, las repuestas cortoplacistas que no reparan en las consecuencias futuras siempre tienen un efecto “sedante” en el presente que “las vuelve cautivantes y, según la ocasión, útiles para evitar males mayores” (Laclau dixit). Pero la otra clave de la continuidad populista es su travestismo económico. El populismo puede pasar de la heterodoxia a la ortodoxia económica sin solución de continuidad para perpetuarse en el poder. El complicado dilema del nuevo ministro de Economía es cómo consolidar apoyo en el Frente de Todos detrás de un giro económico táctico que ya propios y extraños perciben como tardío para retener el poder.
La nueva implosión populista se produce a cuatro décadas de recuperada la democracia, con un electorado más empoderado en el uso del voto castigo y que ya puso freno al “vamos por todo” en la elección de mitad de término. Pero para que esta vez sea diferente, la narrativa opositora no solo debe concentrarse en el fracaso económico de esta nueva etapa. Hay que exponer y desnudar ante la sociedad los móviles de la ideología populista, los fines que persigue, los odios y las divisiones que siembra en su construcción política, sus contradicciones intrínsecas y su ineptitud gobernante por su desprecio por el futuro. La deconstrucción debe empezar por desenmascarar las consecuencias autoritarias y los enfrentamientos que el populismo genera y fomenta en la sociedad argentina. Un gobierno del “pueblo” no concibe la entrega del poder a un gobierno del “antipueblo”. Para romper con la lógica de la alternancia republicana en el poder, el populismo, apenas puede, flexibiliza el límite de los mandatos de gobierno. La reelección indefinida mina las bases de la democracia representativa y resquebraja todo el andamiaje de contrapesos y controles constitucionales al ejercicio del poder. El populismo puede convivir un tiempo con la fachada democrática mientras va cooptando el aparato del Estado, pero su vocación de perpetuidad en el poder lo impele a mutar a mecanismos de democracia plebiscitaria o “delegativa” en tanto pueda manipular la regla de la mayoría. Cuando no puede, porque empieza a representar a una facción minoritaria, virará a formas autoritarias de ejercicio del poder que reaseguren su supervivencia y continuidad. En el camino buscará sacarse el sayo de las constituciones liberales y reemplazarlas por constituciones “aspiracionales”, adaptables a las necesidades de la oligarquía gobernante. Sin institucionalidad republicana no hay búsqueda de consensos ni proyecto de vida en común. Una élite, dueña del Estado y con impunidad asegurada, rompe con las garantías que ofrecen el Estado de Derecho y la seguridad jurídica derivada de él. Por prueba y error, esta vez, como lo manifestaron movilizaciones espontáneas a lo largo y a lo ancho del país, empezó a quedar al desnudo ante el argentino de a pie la naturaleza antirrepublicana del populismo.
Con docencia y con ejemplos también hay que continuar desenmascarando la moralina de la axiología populista. Si el amigo es “bueno” por definición, la cofradía da fueros, redime y absuelve a cambio de militancia y lealtad. Por el contrario, como el enemigo es por definición “malo”, también se presume corrupto, traidor, desleal e incapaz. No aplica para ninguna posición de confianza en la captura premeditada del aparato del Estado ni en el despliegue de la red clientelar y el capitalismo de amigos. En esta etapa de grieta populista hay fotos, videos y grabaciones de antología que exhiben sin pudor el acomodo, el clientelismo, el nepotismo y la corrupción. La cultura del “Cambalache” empieza a indignar a los muchos desplazados que quedaron afuera y a algunos de los propios incluidos que tenían otras expectativas. Es tiempo de revalorizar y promover la contracultura del esfuerzo, el entrenamiento, la educación pública de calidad, el trabajo digno y la decencia como ordenadores sociales eficaces para alcanzar el desarrollo individual y colectivo.
Pero todavía para muchos argentinos el desencanto con el populismo sigue pasando por el fracaso económico. Lo económico todavía aparece disociado de la esencia institucional y de la influencia cultural. Como si el pobrismo distributivo y su contracara, el capitalismo de amigos, no fueran subproductos de ese maridaje. La disociación es funcional a los populistas que prefieren asumirse contestatarios del “neoliberalismo”. Quienes distinguen los “populismos de derecha” de los “populismos de izquierda” les hacen el juego, olvidando que la “modernidad líquida” ofrece un menú de tenedor libre en materia económica y que la elección de herramientas alternativas es táctica a la estrategia populista de perpetuarse en el poder. Los populismos posmodernos pueden girar del estatismo y el nacionalismo económico al fundamentalismo del mercado cuando está en juego el poder. Hay ejemplos de populismos de “izquierda” que se vuelven respetuosos de los equilibrios fiscales, y ejemplos de populismos de “derecha” que desarrollan aceitados mecanismos clientelares para capturar el Estado. Lo que expone la inviabilidad económica del populismo en el largo plazo, su verdadero talón de Aquiles, es la caída de la tasa de inversión y la baja productividad sistémica. Por eso, el norte de las reformas estructurales para estabilizar la economía, recuperar la moneda y combatir la pobreza y la exclusión debe llevarnos a multiplicar las inversiones y a alcanzar un incremento sostenido de productividad. La inversión reproductiva compromete ahorro interno e internacional y responde a un protocolo de confianza y credibilidad que el populismo, por su esencia y estrategia, no garantiza ni con sus giros tácticos ni con sus colores camaleónicos de ocasión. Como sociedad debemos aprender, de una vez por todas, que la república, el progreso social y el desarrollo inclusivo son parte de una misma ecuación. Así nos reencontraremos con el futuro y con un proyecto de vida en común.
Doctor en Economía y doctor en Derecho