Señuelos de un lenguaje común
En una de las páginas más bellas de Léxico familiar, Natalia Ginzburg describe una de las claves del entramado amoroso que configura a su familia. No es raro que para ella, escritora, traductora, editora, la argamasa familiar reposara, sobre todo, en las palabras. Habla en ese párrafo de ciertas frases que se habían convertido en parte del folklore familiar. Señuelos de un lenguaje común en el que ella, su madre y sus hermanos se reconocían como parte de una misma historia. No se refiere a las sesudas reflexiones de los intelectuales que eran, sino justamente a las frases triviales, ocurrencias de la vida cotidiana que con los años se fueron convirtiendo en apuntes de un anecdotario compartido en el que todos podían reconocerse. Aunque ya sus vidas no transcurrieran juntas y anduvieran desperdigados cada uno por el mundo, "basta que uno de nosotros diga una palabra, una frase, una de aquellas antiguas frases que hemos oído y repetido infinidad de veces en nuestra infancia, basta con decir: «No hemos venido a Bérgamo a hacer campamento» o «¿A qué apesta el ácido sulfhídrico?», para volver a recuperar de pronto nuestra antigua relación y nuestra infancia y juventud, unidas indisolublemente a aquellas frases".
Leo a Natalia Ginzburg y me siento hermanada con ella. No por la época, ni por las marcas brutales de esa época ni por haber pertenecido a una familia que frecuentaba las mentes más brillantes de su tiempo, la Italia antifascista de entreguerras -en sus páginas se habla de Cesare Pavese, de Giulio Einaudi, de Leone Ginzburg, el hombre que se convertiría en su marido y que moriría víctima del nazismo-, sino por eso otro que anida en su relato y que muchos llamaron "la gran literatura de las pequeñas cosas". Una escritura de apariencia sencilla, un tono casi de confidencia, una materia narrativa tan poco pretenciosa como la vida de una familia, la comida, la modista, el yogur casero que no siempre sale bien, los hijos que se pelean, las dificultades del dinero, las pequeñas delicias e infiernos de la vida conyugal. Atravesada sí por la tragedia política de la época, pero, a la vez, atravesada por el lenguaje universal de lo que nos hace humanos.
"Una de aquellas frases o palabras nos haría reconocernos los unos a los otros en la oscuridad de una gruta o entre millones de personas. Esas frases son nuestro latín", escribió, y aunque se refería al vocabulario que los unía como familia no puedo dejar de leer esas memorias y reflexiones, esos comentarios que parecen menores y que sin embargo iluminan algo esencial de la vida, como el latín metafórico de la experiencia humana y, en especial, de la condición femenina.
Nos resistimos a las asociaciones automáticas entre el mundo de las emociones y el reino doméstico con lo femenino. Y es lógico que nos mueva a la resistencia porque suele haber en esas interpretaciones un corralito no explicitado, la permanencia de un mandato rancio que, con palabras más bellas, sigue confinándonos -en un a priori que se olvida del deseo- al mundo del hogar y los afectos.
La misma Ginzburg admitía que había algo singular de la condición femenina que podía rastrearse en la escritura de mujeres, pero no lo tomaba como la comprobación de un determinismo biológico, como algo que permitiría pensar en una esencia de lo femenino más cercana al mundo emocional, sino como la consecuencia lógica de un proceso histórico y cultural dominado por los hombres. Algo de ese confinamiento de siglos al universo doméstico, así como cerró caminos en el afuera que todavía reclaman ser abiertos, también habilitó una sensibilidad, una manera de pensarse y de contarse, un permiso para demorarse en los pliegues de la intimidad y los sentimientos que tan difícil es encontrar en la escritura masculina y que en los textos de Natalia Ginzburg se vuelve tantas veces lenguaje común, ese latín metafórico en el que nos seguimos reconociendo.