Seguimos con la Corte de ramos generales
El reciente proyecto de ley presentado por los senadores Mayans y Fernández Sagasti incrementa el número de jueces de la Corte Suprema a veinticinco.
Los fundamentos de la iniciativa aluden, inicialmente, a resolver un problema de funcionalidad del alto tribunal. Menciona, por ejemplo, que en 2021 dictó 8358 sentencias, que resolvieron 21.053 causas. Eso implicaría que sus jueces no han podido leer, materialmente, los expedientes a resolver, y que por ello la Corte opera mediante delegación de tareas hacia sus secretarios relatores. La atención directa de esos procesos, explican los fundamentos del proyecto, obliga a aumentar la cantidad de los vocales de aquel órgano, en consonancia, también, con el crecimiento poblacional del país, y con algo más acorde con el sistema republicano y la multiculturalidad social argentina. El derecho comparado brinda, igualmente, ejemplos de un número nutrido de componentes en un tribunal supremo.
Interesa detenernos en tales argumentos, más allá del debate político sobre los propósitos reales de la iniciativa. Es decir, si es una oferta de robustecimiento y mejor operatividad de la Corte, o una tentativa de domesticación partidista. Dejo esa polémica a los analistas políticos.
En un plano entonces más técnico, cabe recordar –liminarmente- que el número de los jueces de la Corte es algo subordinado a las funciones que debe cumplir. En otras palabras: a mayor volumen de tareas, y a mayor complejidad de éstas, correspondería designar, correlativamente, mayor número de jueces. Y es cierto que en la vitrina del derecho comparado las cortes supremas y los tribunales constitucionales cuentan normalmente con más de cinco miembros. También, que la atención de más de ocho mil causas anuales demandaría un incremento en su planta actual.
El proyecto Mayans-Fernández Sagasti deja a nuestra Corte Suprema, en lo que a sus funciones hace, tal como está. Dicho en lenguaje alegórico y coloquial, ella se asemeja a nuestros almacenes rurales de antaño, que se ocupaban de casi todo: comida, enseres, herramientas, bebidas, etc. El máximo tribunal argentino, en un orden paralelo de ideas, atiende en instancia originaria asuntos civiles, comerciales, penales, laborales o administrativos; y por apelación, sea ordinaria o extraordinaria, temas de derecho federal, constitucional y subconstitucional, e igualmente asuntos meta constitucionales, v. gr. de “derecho común”. Ello se debe en parte a reglas de la Constitución, pero también, y en mucho, a leyes del Congreso y a prácticas e interpretaciones aditivas fabricadas por la propia Corte (la doctrina de las sentencias arbitrarias y de la gravedad institucional han hecho lo suyo). Y sobre llovido, mojado: desde hace un tiempo nuestra Corte emprende también tareas legislativas, mediante sentencias “exhortativas” (al estilo del caso “FAL”, sobre aborto), o “Halabi” y sus secuelas (para atender el amparo colectivo, ante la deplorable inacción del Congreso).
El remedio ante la catarata de casos que atosiga hoy a nuestro tribunal cúspide es disímil: o se mantiene su competencia presente, en cuyo caso habrá que incrementar sus integrantes y dividirlos en salas (cosa esta última que el proyecto Mayans-Fernández Sagasti inexplicablemente no plantea); o se reduce el cúmulo de tareas que lo agobia.
Personalmente adherimos a la segunda solución, que es aproximar a la Corte, en muchos (no en todos) sus aspectos a un tribunal o corte especializada en temas constitucionales, restringiendo por ley o por jurisprudencia su actuación en casos no constitucionales. El modelo estadounidense resulta útil al respecto. Cinco o siete miembros podrían ser suficientes, para asumir tal empresa.
Algunas observaciones finales: no se entiende bien por qué el proyecto sostiene que una corte numerosa sería más republicana que una reducida; y que ese aumento fomentaría la interculturalidad (¿alude quizá a la incorporación de indígenas al alto tribunal?). Inexplicable, también, es que no se haga alguna referencia a la paridad de género (aunque sí a
una referida e imprecisa interculturalidad). Y que se omita, repetimos, el asunto del desempeño de la Corte en Salas. Porque si ello no ocurriera, el tránsito de más de ocho mil causas por veinticinco miembros importaría una larguísima procesión forense.
Con todo, la iniciativa puede tener una faceta positiva: instalar en nuestra sociedad el diálogo, calmo y reflexivo, sobre la misión de la Corte Suprema; para que, después de consensuar una respuesta, pasemos al efecto operativo de ese acuerdo: la cantidad de los jueces conveniente para ejecutarla. Y no al revés.
Mientras tanto, el Poder Ejecutivo podría invertir el tiempo postulando para el tribunal un candidato/a adecuado para el quinto cargo, ahora vacante. O explicar, ante la ciudadanía, por qué no lo hace.
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El autor es profesor en UBA, UCA y la Universidad Austral