Secuelas del insulto presidencial
La agresividad desde el poder provoca riesgos y temores, además de intoxicar la atmósfera del debate público
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Un insulto tapa al otro. Hoy le puede tocar a un economista que se permite dudar sobre la calidad del ajuste; mañana, a un artista que decide pararse en una posición crítica, y pasado, a un periodista que cuestiona una medida o que comete un error. Desde la cima del poder también puede caer, a través de un “like” o un “retuit”, un ataque fulminante contra cualquier ciudadano por una opinión en las redes.
Empezamos a acostumbrarnos a que se vuelva a hablar desde el Estado con un lenguaje violento: “basuras”, “ratas”, “ensobrados”, “mentirosos”, “imbéciles”, “traidores”, “ignorantes”, son adjetivos incorporados al diccionario oficial. Tienen su propia carga, pero no son demasiado diferentes de los que usaba el kirchnerismo contra sus propios adversarios: “mafiosos”, “extorsionadores”, “destituyentes”, “cómplices de la dictadura” y “agentes de la derecha”, disparaban desde el atril, cuando no recurrían a la amenaza lisa y llana, como supo hacer –por ejemplo– Aníbal Fernández con Nik. Tal vez sea ese aire rutinario y repetitivo lo que nos impide dimensionar las consecuencias profundas, y muchas veces invisibles, de esa catarata de agresiones que tiñe la retórica del poder.
Los insultos pasan, pero los efectos quedan: ¿cómo impacta en la vida de una persona el hecho de convertirse en blanco de un ataque presidencial? ¿Qué consecuencias provoca esa “prepotencia de Estado” en los núcleos familiares y en el conjunto social? ¿Cómo condiciona la atmósfera de la convivencia social? ¿Qué riesgos entraña para el sistema democrático y para la calidad institucional? Tal vez debamos formular estas preguntas para entender que la descalificación, el agravio y la violencia dialéctica de un presidente no son un acto de franqueza ni una marca de espontaneidad, sino una forma peligrosa de abuso de poder que deteriora y degrada nuestra calidad de vida, tanto como otros flagelos que agobian a la Argentina.
Lo primero que le ocurre a un ciudadano que se ve señalado y atacado por el presidente es una sensación extraña en la esfera de su propia intimidad: el piso se mueve a su alrededor; su celular es inundado de mensajes; muchos le piden que se cuide. Sus hijos –si son niños o adolescentes– sienten que su madre o su padre son vapuleados por alguien poderoso y les preguntan, con temor, qué puede pasar a partir de ahora; en el colegio, o tal vez en el club, sienten que los miran de otra forma y que crecen los murmullos a su alrededor; las redes sociales amplifican el insulto y convierten a un simple ciudadano en un blanco móvil para la agresión anónima. Si la persona señalada tiene padres en situación frágil o especialmente vulnerable, el impacto emocional del agravio puede ser aún mayor. Su vida, en definitiva, se ve súbitamente perturbada.
Algunos de los atacados pueden tener mayor roce y experiencia para asimilar el impacto. En varios casos, se trata de personas fogueadas en la exposición pública y acostumbradas, si se quiere, al fragor del debate áspero. Pero lo que se ataca no es su trabajo profesional, sino su calidad humana. El insulto y el agravio equivalen a una de esas provocaciones que siempre descolocan: ¿cómo se contesta un cachetazo? ¿Cómo se reacciona cuando la agresión no proviene de un par, sino de un ciudadano revestido del poder del Estado y que ejerce una investidura? La mesura, la elegancia y la serenidad siempre son buenas consejeras; por supuesto, también lo son el respeto y la buena educación. Pero la prepotencia busca desestabilizar al otro, llevarlo a un lugar en el que no quiere estar, tentarlo con la reacción más instintiva o directamente apabullarlo hasta sembrarle el temor.
Se instala, así, el peligro del repliegue y de la autocensura. Participar del debate público se convierte en una actitud de riesgo e implica quedar expuesto a persecuciones ocultas, a situaciones incómodas y, en algunos casos, hasta a la pérdida de oportunidades o trabajos. Es posible que aquel artista o aquel economista que fueron señalados por el poder no sean contratados por empresarios que tal vez busquen negociar o congraciarse con el funcionario de turno. Las listas negras suelen funcionar de una manera tácita, pero efectiva.
Siempre hay obsecuentes, además, dispuestos a reforzar el enojo de “el jefe” y a buscar supuestas debilidades que aporten nuevos elementos para apuntar contra “la rata”.
“Le traigo estos papeles, presidente… Estuvimos revisando los antecedentes… Encontramos esta vieja información… Vimos que la Afip hizo un reclamo… Hay una demanda de divorcio… Y acá un antiguo pleito laboral… o este traspié personal”. La persecución suele cobrar vida propia y transita, montada sobre el insulto, por laberintos oscuros, inciertos e imprevisibles. Los atropellos verbales suelen ser un anticipo de los hechos, y por eso minimizarlos o naturalizarlos, como si fueran un recurso lícito de la retórica política, puede conducirnos a un clima asfixiante, en el que el poder vuelva a hurgar en la vida de los ciudadanos como lo hizo durante el populismo de izquierda.
Ciertos liderazgos personalistas suelen engendrar, además, núcleos de fanatismo a su alrededor. El fanático hace suyos los enojos del líder y los exacerba. Esa espiral se potencia en las redes sociales, pero podría pasar a la acción física en una sociedad que, en las últimas décadas, ha incorporado la práctica fascista del “escrache”.
En este contexto, la participación en el debate público ya no solo exige vocación y voluntad, sino también dosis cada vez mayores de coraje, fortaleza y “espalda” para enfrentar golpes bajos. Como si la opinión y la crítica implicaran adentrarse en un territorio salvaje donde se puede recibir cualquier ataque sin reglas ni simetrías. En esta atmósfera degradante, muchos empiezan a escuchar las voces de otras épocas: “no te metas”, “no digas nada”, “no levantes la cabeza, porque te la pueden cortar”. Empiezan a convivir, además, con una sensación de miedo interior.
La Argentina tiene, entre muchas otras reservas de valor, a ciudadanos y profesionales que honran con valentía y con altura su propia independencia y que no se dejan atropellar por el poder. Pero todo empieza a enturbiarse cuando se propicia un clima de agravios e intimidaciones. Es inevitable que algunos se sientan atemorizados y que, de un modo casi imperceptible, se cree una inercia que lleve a la renuncia acomodaticia a correr riesgos y, como ha dicho un historiador, “a la tentación íntima de no transgredir la escala de valores vigente para evitarse conflictos o preocupaciones”.
Lo paradójico es que el insulto vulgar y silvestre se arroja en nombre de la libertad y se justifica como un acto de autenticidad y franqueza. Son confusiones profundas, pero hacen juego con una suerte de reivindicación de la “honestidad brutal”, la comunicación “sin filtros” y el desprecio de las formas, todos clichés que se han puesto de moda y definen los rasgos de una época. Decir barbaridades parece asimilarse con un gesto de sinceridad, como si las reglas de la convivencia quedaran superadas por el autoritarismo, la brutalidad y la arrogancia del que se atreve a decir cualquier cosa de cualquier manera, atribuyéndose por eso las virtudes de la transparencia, la firmeza y la espontaneidad. La mesura y la prudencia son vistas como rasgos de debilidad y tibieza. Los protocolos y las formas, como signos de hipocresía.
En nombre de la supuesta autenticidad, se degrada la conversación pública. La política se contamina de una beligerancia tóxica. Y se termina discutiendo alrededor del insulto, en lugar de hacerlo sobre las posiciones, las ideas o las observaciones que lo provocaron. Tal vez sea una estrategia para correr el eje: el Gobierno elude el debate sobre la sustentabilidad del ajuste fiscal, sobre el encuadre ideológico y las referencias intelectuales en las que se apoya, o sobre si corresponde que un embajador extranjero participe (poco o mucho) de una reunión de gabinete, por citar los últimos hechos que activaron la ira gubernamental. Para el poder, la crítica es un ataque. No responde entonces con argumentos, sino con insultos o con agravios. Y la discusión gira sobre los calificativos de “chanta”, “imbécil” o “ensobrado” que disparó el Presidente contra quienes expresaron una posición crítica sobre algunos de esos temas. El lodo de la pelea sepulta lo que deberían ser las discusiones de fondo. No importan los hechos ni se miden las consecuencias del agravio. El debate público se convierte en una especie de lucha libre, donde la violencia desplaza a las reglas de educación y de urbanidad.
Después de veinte años de extravío económico y de un estatismo arrogante y prepotente, la Argentina necesita recuperar el equilibrio fiscal y la racionalidad en el gasto público. Pero, en contra del lugar común, no solo “es la economía”. También deben recuperarse los valores de la convivencia, de la tolerancia, del respeto por el otro y de una libertad de expresión que no se vea amenazada por el rayo fulminante del insulto presidencial. ¿O nos terminaremos conformando con un kirchnerismo de signo contrario, sin inflación y sin déficit fiscal? ¿O convalidaremos el insulto, solo porque ahora sopla en la dirección contraria a la que nos trajo hasta acá?