Secuelas del asado con los 87 héroes
Desde que hace dos semanas Milei organizó un asado autofinanciado para los 87 “héroes” que “pusieron un freno a los degenerados fiscales” no se conocieron nuevas hazañas legislativas. Hay dudas de que el heroísmo vaya a replicarse en breve.
Aristóteles decía que los héroes tenían una contextura física y moral superior a la de los hombres. Stalin, sin embargo, pensaba que eran de carne y hueso, que los valiosos seguían a Marx y que había que premiarlos. Aunque no con un asado. Para eso había creado el “Héroe del trabajo socialista”, una estrella de oro con la hoz y el martillo que venía con la Orden de Lenin. En la Unión Soviética se distinguía así a los camaradas que hacían “progresos excepcionales” en la producción y en la cultura.
Héroes variopintos enriquecieron urbi et orbi a través de los siglos la mitología, la literatura, la ópera, el cine. En el plano terrenal sobresalieron en batallas memorables, salvamentos deslumbrantes, sucesos policiales extraordinarios. Destellaron en las icónicas historias de bomberos que rescatan a niños del fuego. Paseantes que dan su vida arrojándose al río por salvar a quien se ahoga. Probablemente debido a una sobrecarga de héroes estándar fue necesario disponer un up-grade en los comics, donde hoy mandan los superhéroes. Pero nunca a nadie en una democracia se le había ocurrido que un diputado que acomete la acción ocasional de votar a favor del gobierno merecía ser llamado héroe.
Es cierto que el diccionario está del lado de Milei. Un héroe, dice la RAE, es una persona que realiza una acción muy abnegada en beneficio de una causa noble. El presidente entiende que eso fue lo que hicieron los 87 diputados al impedir que la cámara aprobara la insistencia legislativa de la ley de modalidad jubilatoria que el Ejecutivo había vetado con el entusiasmo del combatiente que conquista una colina estratégica.
Ya se habló hasta el cansancio del asado presidencial con los 87 héroes, de cuánto puso cada uno y del funcionario que se olvidó de pagar, del diputado que llevó ensalada de papa y huevo, de los 29 que cambiaron el voto y -esto con mayor acaloramiento- de los cinco radicales díscolos y del afecto que cuatro de ellos encontraron en la Casa Rosada. Sobre todo se habló de la paradoja de celebrar con una parte de “la casta” la consolidación de un veto que, bien o mal, poco o mucho, privó de un aumento a los jubilados, supuestos exentos de la motosierra.
Se habló mucho pero el tema perdura. Quizás por dos razones. La primera es que el asado con los héroes al cabo resultó un mojón. Coincidió con la caída de Milei en las encuestas de imagen y marcó el comienzo de una sucesión de llamativas contradicciones en el relato oficial, desde enfrentar en la ONU a los países de los que se esperan inversiones hasta el súbito descubrimiento de que los hasta ayer abominables comunistas chinos parecen ser gente macanuda, “no exigen nada -así se lo dijo Milei a Susana Giménez-, lo único que quieren es que no los molesten”.
La segunda razón se refiere a un interrogante aritmético que se planteó una vez que la euforia le dejó lugar a la calculadora. Si ese tercio de la cámara, los 87 homenajeados, que en el tema jubilaciones funcionó a la perfección como antídoto contra la formación de una mayoría especial de dos tercios, sufriera alguna deserción; es decir, si no resultara estable (algo que se verá cuando Milei vete la ley de financiamiento universitario y se organice la insistencia), ¿vendrá un período de vetos presidenciales a repetición o, todo lo contrario, empezará uno de insistencias legislativas por goteo? ¿Podría haber una inquietante intermitencia?
Vetar leyes no es cosa de todos los días. Que el Congreso quiera insistir y logre conseguir los dos tercios para hacerlo, mucho menos. Desde 1862 hasta 1997 hubo (sin contar las leyes de pensiones) 304 vetos y 34 insistencias. Alfonsín vetó 37 leyes. Tuvo una insistencia. Menem en diez años y medio vetó 95 leyes. Tuvo 16 insistencias. De la Rúa fue el más vetador (26) y Cristina Kirchner, la menos (2). Néstor Kirchner vetó 13 leyes (todo esto sin computar los vetos parciales). Los Kirchner no tuvieron insistencias. Macri, 8 vetos, cero insistencias.
Desde luego se fabrican, se vetan y se resisten leyes de la más variada importancia y a veces las estadísticas mezclan vetos totales con parciales, que son cosas bien distintas. Algunos casos pasan inadvertidos para el público. Otra cosa sería la sistematización del método, el planteo académico del presidente en los términos de su exquisita interpretación del derecho constitucional anglosajón: “Les voy a vetar todo, me importa tres carajos”.
¿Puede hacerlo? Sí. Mientras políticamente lo resista. El veto presidencial es una decisión política, por más que en unas ocasiones se aleguen causas de inconstitucionalidad y en otras, de competencias, defectos en la ley, diferencias de criterios o, como en la movilidad jubilatoria, por la necesidad de cuidar la caja. En rigor, esto significa conservar el control del rumbo del gobierno, que es ni más ni menos uno de los fundamentos doctrinarios del veto presidencial, tomado de la Constitución de Estados Unidos y que así, con la severa exigencia de dos tercios del Congreso para hacer lugar a la insistencia, rige en ocho países más de América latina.
Cuando en 2009 Cristina Kirchner perdió las elecciones intermedias, Aníbal Fernández, entonces jefe de Gabinete, dijo (con más elegancia que Milei, y eso que se trataba de Aníbal Fernández) más o menos lo mismo, que las leyes que sacara la oposición y al Ejecutivo no le gustaran serían vetadas. Fue lo que ocurrió con la ley que establecía la jubilación del 82 por ciento del salario mínimo, el antecedente ahora tan citado.
Pero sucede que el gobierno de Milei es parlamentariamente el más débil de la historia. La mayor parte de los votos que consigue cuando le va bien son ajenos. Su problema principal no es cómo juntar dos tercios en Diputados (en el Senado tampoco los obtiene así nomás, como lo está demostrando por estas horas la dificultad que encuentra para su causa de poner a Ariel Lijo en la Corte Suprema) sino cómo juntar un tercio holgado para evitar que una mayoría agravada se lo lleve puesto. De allí el reconocimiento, el homenaje, la gratitud o como se le quiera decir al asado heroico de los 87 comensales, el tercer tercio.
Lo de evitar que una mayoría agravada se lo lleve puesto podría ser una metáfora referida a la posibilidad de que la oposición le intente injertar a Milei un menú de leyes a contramano de su hoja de ruta. Un cogobierno. Pero es literal: dos tercios es también lo que se necesita para que Diputados mande a juicio político a un presidente. De algún modo, contar con la lealtad potencial de más de un tercio de los diputados es un reaseguro constitucional para cualquiera.
Como se sabe, el juicio político nunca se usó en la Argentina a nivel presidencial (se consagraron otros métodos de desalojo: seis fueron sacados de la Casa Rosada a punta de cañón). Pero para algo hay una Comisión de Juicio Político en Diputados (cámara acusadora), que en la era Milei tuvo la extravagancia de que su presidenta, la inexperta Marcela Pagano, fuera quien estuvo a punto de ser derrocada. No por opositores sino por propios. Resistió.
En 2012 el sociólogo Fernando Lugo perdió la presidencia de Paraguay por 39 votos contra 4 bajo la acusación de mal desempeño. Por 61 votos a 20 la economista Dilma Rousseff fue destituida de la presidencia de Brasil en 2016, acusada de maquillar las cuentas fiscales y firmar decretos administrativos sin aprobación del Congreso. El factor común de ambos casos fue la rapidez de los desalojos.
Ya se sabe, el primer requisito para ser héroe es tener buenos reflejos.