Sebreli, un influencer culto y popular
Un pequeño grupo de astronautas terrícolas exploran por primera vez el planeta Marte. Propala esa historia de ciencia ficción el parlante del combinado marca Crosley. El radioteatro se llama 500 años en blanco y lo transmite la popular Radio Belgrano. El adolescente de catorce años identifica entre las voces que dan vida a los personajes la de Eva Duarte. Pero será por poco tiempo.
Son cerca de las siete de la tarde del 9 de octubre de 1945 y un locutor interrumpe la emisión para anunciar que el coronel Juan Domingo Perón, vicepresidente de la Nación, ministro de Guerra y secretario de Trabajo y Previsión, se ha visto obligado a renunciar. A continuación, vuelven las voces del radioteatro, pero por última vez. La historia quedará trunca porque al día siguiente ya no estará en el aire.
Una semilla queda sembrada en la cabeza y en el corazón de ese jovencito, que es Juan José Sebreli, peculiarmente atraído por las “malas interpretaciones”, según su criterio, de esa actriz hasta no hacía mucho secundaria que ganaba terreno con su interpretación de mujeres trascendentales de la historia, como Catalina la Grande, Josefina Bonaparte y Eugenia de Montijo, entre otras.
Sin darse cuenta, Juan José había empezado a estudiar a la que en poco tiempo entraría a la historia gracias a su marido y a ella misma como Eva Perón. Curioso derrotero anticipatorio de “esa mujer” que prestaba su voz a personalidades femeninas célebres y que en La pródiga, película dirigida por Mario Soffici (que tardó más de cuarenta años en estrenarse), hacía de “una mujer que purga su turbio pasado dedicándose a la protección de pobres y desvalidos, premonición de su destino”, escribirá décadas más tarde Sebreli.
Esa combinación inesperada de factores irreconciliables –hija natural, infancia muy pobre y ascenso sórdido por los suburbios del espectáculo que desemboca en una indestructible sociedad conyugal y política con el dirigente argentino más influyente del siglo XX, muerte joven y mito para siempre– funcionó como tierra fértil para que J. J. S. se sintiera interpelado y a gusto con cruces a los que los académicos, por rígidos prejuicios, nunca se sentían llamados (el melodrama, la huella iconográfica del personaje, la sexualidad y su incorrección, todo ello en su interacción con las audiencias).
Producto de esa fascinación fue uno de sus primeros éxitos editoriales –Eva Perón, ¿aventurera o militante? (1966)–, en una aproximación muy admirativa, que irá corrigiendo con el tiempo, en Los deseos imaginarios del peronismo (1983) y, fundamentalmente, en el ya hipercrítico Comediantes y mártires. Ensayo contra los mitos (2008).
Sebreli opina que el peronismo es un “melodrama pleno de sensiblería y truculencia” y que “la vida imita el argumento de la novela por entregas, el radioteatro y el cine en blanco y negro”.
La palabra que más le gustaba a Juan José para definirse, y que utilizaba con frecuencia, era flâneur, que significa paseante o callejero. Le encantaba caminar por la ciudad y, más todavía, buscar una mesa en un bar junto a una ventana para leer, escribir o entregarse a amistosas tertulias. Pero también era un flâneur de la cinematografía relevante y un agudo observador de la sociedad en la que vivía. Desde Buenos Aires, vida cotidiana y alienación (1964) impone una nueva manera sociológica de mirar, que une el saber intelectual, sin soberbia y sin sobreabundar, con el apunte más de color, y menos teórico. Esa sensibilidad para detectar fenómenos sociales y culturales, más parecida a la del ciudadano de a pie, fue la que le garantizó ser un habitué en las listas de best sellers.
Con sus matices, las incursiones mediáticas en los años sesenta del siglo pasado de personajes importantes de la cultura tenían una impronta similar, que sabía combinar conocimientos, sin apabullar, con el sentido común de la calle. Jorge Luis Borges, Ernesto Sabato, María Elena Walsh, Antonio Berni y varios más eran influencers nutritivos y no huecos, muy presentes en la comunicación masiva, pero no por vía del escándalo o del burdo chacoteo, sino con lúcidos conceptos, mas no elitistas, que enriquecían el debate público y servían como ejemplos a imitar, sin ser aburridos. Al contrario: sabían ser lúdicos y hasta graciosos, pero sin caer de nivel.
La degradación en ese campo se constata comparando la primera tapa de los personajes del año de la revista Gente, en 1966, en la que posan tres de la alta cultura (el poeta y escritor Leopoldo Marechal, el pintor Raúl Soldi y el músico Alberto Ginastera), con las de los últimos años, superpobladas con una mescolanza absoluta de figuras importantes con otras intrascendentes salidas de reality shows, escándalos al paso y frivolidades de baja estofa.
Sebreli era un sobreviviente de aquella época dorada. Nunca dado a complacer, sino a cuestionar (como corresponde a un verdadero intelectual), pero con base en una vastísima cultura, que le permitía explayarse con enjundia sobre los temas más disímiles, desde el arte, en Las aventuras de las vanguardias (2000), hasta las religiones, en el monumental Dios en el laberinto (2016).
En los últimos años se había vuelto más monotemático y lineal en su batalla dialéctica contra el kirchnerismo, lo que le granjeó no pocos enemigos, que ni siquiera se tomaron el trabajo de leer una sola línea de su abundantísima y valiosa bibliografía.