Sebreli, Sarlo y Lanata: el legado de la rebeldía
Encarnaron, cada uno en su campo y a su modo, la verdadera independencia del intelectual; preservaron siempre su espíritu crítico, su mirada díscola y su libertad para pensar
- 8 minutos de lectura'
La muerte, en apenas sesenta días, de Juan José Sebreli, Beatriz Sarlo y Jorge Lanata, instala una sensación de orfandad en el debate público argentino. Entre los tres, sin embargo, dejan también una brújula que tal vez sirva para orientarnos en un país que, por momentos, parece haber extraviado la vocación de discutirse a sí mismo y de convivir con el otro sin procurar destruirlo.
Más allá de una huella material que se encuentra en libros, documentales, ensayos, investigaciones, artículos y entrevistas, Sebreli, Sarlo y Lanata dejan algo simbólico e intangible: el legado ético de la rebeldía. Encarnaron, cada uno en su campo y a su modo, la verdadera independencia del intelectual. Preservaron siempre su espíritu crítico, su mirada díscola y su libertad para pensar más allá de su propia conveniencia y de los vientos circunstanciales de la opinión pública. Mantuvieron una resistencia estructural a formar parte del rebaño y asumieron, en el plano de las ideas, el riesgo de nadar contra la corriente.
La ironía del destino quiso que sus voces se apagaran casi al mismo tiempo. Pero sin bordear siquiera el misticismo, tal vez podamos rastrear en sus ausencias un mensaje y un sentido. Con altibajos, diferencias y contrastes, los tres encarnaron valores que se vieron desdibujados en la Argentina de las últimas décadas.
Simbolizaron, por un lado, la construcción de carreras y trayectorias basadas en los pilares de aquel país virtuoso: el esfuerzo, el estudio, el trabajo; la individualidad, pero también el equipo; el riesgo y el atrevimiento, pero a la vez la rigurosidad y la constancia. Ninguno de los tres provenía de entornos privilegiados. Se hicieron a sí mismos; Sarlo en la academia, Sebreli y Lanata en las bibliotecas, en las redacciones y en la calle. Con distintos estilos, y en medidas diversas, se encontraron con el reconocimiento y la fama. Eso fue, de alguna forma, una consecuencia. No buscaban la notoriedad por sí misma, aunque los guiaba, seguramente, el afán de la excelencia y no eludían la vidriera. Tuvieron alta exposición, pero también trabajo arduo y silencioso. No se durmieron en los laureles de sus primeros éxitos. Siempre fueron por más. Produjeron, crearon, escribieron y discutieron hasta su último aliento. Hicieron mucho, pero les quedó mucho por hacer: eran infinitos en la gestación de ideas y proyectos.
Los tres simbolizaron la capacidad y la valentía de revisarse a sí mismos y de mudar sus creencias y opiniones. Desafiaron el statu quo y los clichés. Incomodaron al poder y a las burocracias políticas e intelectuales. Pero tuvieron la integridad y el coraje de incomodarse antes a sí mismos, de correr riesgos, de contradecir las oleadas de unanimidad y hegemonía que han impregnado distintas épocas de la Argentina contemporánea. Se resistieron a los corsets ideológicos y batallaron contra sus propios prejuicios.
En un país donde el llamado progresismo ha preferido muchas veces callar o hacer la “vista gorda” frente a la corrupción y al autoritarismo; donde muchos fueron cómplices por conveniencia y cedieron a la tentación del subsidio o del halago oficial, las tres figuras que acaban de irse seguirán en la memoria por todo lo contrario: se arriesgaron, incluso, al repudio de sus propios grupos de pertenencia por no callar ni hacerse los distraídos. Pagaron el precio de ser incluidos en secretas listas negras que fueron tácitas pero implacables durante el largo ciclo kirchnerista.
Con ideas firmes y convicciones nítidas, defendieron los principios del diálogo, la interrogación y la duda. Reivindicaban el valor de la pregunta en una época en la que tiende a dominar el exceso de certezas y buscan imponerse verdades absolutas. Cultivaron el arte de la conversación en un contexto en el que muchos se aferran a los monólogos y los relatos inflexibles. No evitaban el debate áspero y frontal, pero reconocían en el adversario a un interlocutor; cuanto más sólido, mejor. Se habían convertido, de algún modo, en referentes contraculturales: el pensamiento crítico y la vocación de escucha parecen languidecer en un ecosistema en el que se naturalizan, incluso, la bajeza, el mal gusto y la miseria ética de festejar en las redes sociales el final de una vida o de subrayar y exaltar el rechazo por el otro en la hora de su muerte. ¿Hay peor ruptura de los códigos de convivencia que quebrar el silencio o el respeto ante el duelo de los demás? La pregunta alude a activistas del actual oficialismo que suelen derrapar en algo peor que el exabrupto.
Tal vez por su propia formación y sus propias experiencias, Sebreli, Sarlo y Lanata se formaron escuchando a otros antes que a sí mismos. También representaron, en ese aspecto, un valor en vías de extinción. Hoy parece imperar la idea de callar y descalificar al oponente, como si el coraje y la autenticidad se confundieran con la agresividad y el atropello.
Los tres tuvieron otra coincidencia: navegaron contra la corriente de las simplificaciones y los dogmas. Exploraron los matices e incluso las contradicciones. Combatieron distintas formas de demagogia y facilismo, porque si algo sabían era que el mundo es mucho más complejo, más ancho y más diverso de lo que vemos delante de nuestras narices. También más insondable y misterioso.
Fueron intelectuales, pero también fueron ciudadanos comprometidos con la acción. En el caso de Sarlo y de Sebreli, nunca se encerraron en la torre de marfil de la academia, aunque podrían haberlo hecho. Algo los unió al talento y la pasión del periodista: se expresaron con sencillez, con claridad, con un lenguaje franco y accesible. No apabullaban ni se paraban en la loma: les hablaban al hombre y a la mujer de a pie.
A cada uno se le podrán adjudicar, por supuesto, errores y posturas al menos discutibles. Como decía Borges, de un hombre pueden escribirse infinitas biografías, cada una basada en aspectos distintos de su vida, y nos costaría reconocer que hablan de la misma persona. Eran imperfectos, claro. Tal vez hayan caído en excesos y alguno haya tenido actitudes o reacciones que en algún momento pueden haber resultado chocantes o altaneras. La exuberancia y el egocentrismo suelen ser características de los individuos fuera de serie. Pero no se les puede negar la honestidad intelectual con la que participaron siempre del debate. Pusieron la cara y el cuerpo. Nunca se escondieron. Fueron ariscos y cuestionadores cuando resultaba más confortable, y acaso era un mejor negocio, practicar la condescendencia y plegarse a la manada.
Nunca confundieron las causas nobles con la manipulación y la impostura a la que muchas de ellas fueron sometidas. Creían en los derechos humanos, en el feminismo, en la inclusión social y, por supuesto, en el respeto a las minorías. Pero cuestionaron la utilización de esas banderas por intereses económicos, facciosos o políticos. No compraban eslóganes ni relatos: “Conmigo no, Barone”. La frase de Sarlo condensó, con la cortesía de la sencillez, ese contraste entre la actitud de un librepensador y la del que se arrodilla, obediente, frente al poder de turno por un salario jugoso. Aquella reacción espontánea simbolizó, también, la frontera entre la ideología y la impostura, entre lo genuino y lo falso.
Cuando el precio era la obsecuencia, nadie podía contar con ellos. Defendieron su independencia no solo como un activo profesional, sino como un capital ético.
Para muchos que no los conocimos ni tuvimos con ellos ningún trato personal, que simplemente los seguimos como parte de una audiencia silenciosa, a veces con acuerdos y otras con discrepancias; que los leímos, aunque no con la profundidad ni con el método del estudioso, pero que siempre nos interesaron sus aportes en uno u otro campo, que disfrutamos de su lucidez y su talento a la distancia, que valoramos su coraje, los respetamos y los admiramos, sin haberlos por eso idolatrado ni subido a ningún pedestal, la ausencia simultánea de Sebreli, de Sarlo y de Lanata nos deja un gran vacío. Pero nos deja también una enseñanza: el valor de la rebeldía, del inconformismo y de la independencia en los liderazgos intelectuales de una sociedad democrática. En un país donde los fanatismos de un signo o de otro han tendido a anestesiar el espíritu crítico, el legado de esas tres figuras nos puede marcar un rumbo: no dejemos de dudar, no nos atemos a dogmas ni a verdades reveladas, no confundamos convicciones con rigidez, sospechemos siempre de la unanimidad y de los excesos de entusiasmo colectivo. Con ligeras variaciones, eso es lo que nos dijeron Sebreli, Sarlo y Lanata a lo largo de fecundas trayectorias que, sin duda, mejoraron a la Argentina y dejaron una huella.