Seamos libres, aunque nos cueste la libertad
Hay quienes juzgan los actos de los demás de acuerdo a parámetros que cambian según sea el transgresor; a veces la necesidad habilita giros imprescindibles en “la batalla por el bien” que obligarían a sacrificar porciones de verdad
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“Tiene una moral particular”, me dijo aquella noche Adolfo Castelo a la salida de una cena en Barrio Norte. No es importante revelar el nombre del aludido, porque –así me pareció incluso en aquel momento–, no fue más que un arbitrario y ligero juicio emitido bajo los efectos estimulantes de un magnífico malbec. Ambos teníamos la lengua desatada. Pero el concepto me acompaña desde entonces: me sigue pareciendo una lúcida y aguda observación. Sí, hay personas que poseen una moral particular.
Por ejemplo, aquellas que juzgan los actos de los demás de acuerdo a parámetros que cambian según sea el transgresor. Es algo bastante habitual en la lucha política: se sabe, no es igual un cretino propio que uno ajeno. Muchas veces, la necesidad –llámese “enemigo principal”, “proyecto”, “revolución” o “modelo”– habilitaría ciertos giros tácticos, imprescindibles en “la batalla por el bien” o “en beneficio del interés superior” (vaya uno a saber quién determina esas categorías, pero nunca faltan), que obligarían a sacrificar porciones de verdad. Llegado el caso, se puede, inclusive, abrevar en las fuentes para justificar los deslices que exige tan noble misión: siempre habrá una frase de Maquiavelo, Nietzsche, Lenin o Carl Schmitt que encaje como un guante para las necesidades de tan elevados propósitos. Solo es cuestión de saber hallarlas, y recortar.
En el mismo sentido que la chanza de Castelo, una de las citas preferidas que aquilaté durante de mi adolescencia comunista era atribuida en la liturgia partidaria a un millonario abogado de la causa, de noble linaje y costosos honorarios: “Para pensar bien no hace falta vivir mal”, decía. Ingeniosa síntesis conceptual para atenuar culpas y vivir en armonía dentro de un partido que proponía la dictadura del proletariado como el más perfecto reino que fuera capaz de alcanzar el desarrollo humano. Hay que apostar al futuro, pero sin dilapidar el presente, sugería el astuto pleitero, quien murió en la opulencia, rodeado del afecto de sus camaradas.
Alejados de los vahos etílicos y de las simpáticas ocurrencias del clasismo snob, se puede abordar la cuestión desde una perspectiva mucho más dramática y de estricta actualidad. Porque, en estos días, hay muchos amantes de la república que se han tomado la cosa a pecho y andan señalando presuntos detractores de la causa oficial. Y, aún sin el auxilio de cosmovisiones totalizadoras –aunque con rémoras de aquellas–, practican nuevas formas de censura y represión a las ideas discordantes, en nombre del centro democrático y republicano.
Sí, ya existen los comisarios de lo políticamente correcto en la amplia avenida del medio. Funcionan así: Javier Milei, personaje de “una psicología especial”, según lo definió el expresidente Mauricio Macri, sería la última alternativa para sacar al país de las ruinas en las que lo sumergió el nacionalpopulismo. Por lo tanto, no está bien visto criticar ninguna de sus medidas, incluidas aquellas que puedan considerarse peligrosas para la sobrevivencia misma de la democracia. Ni siquiera cuando el Presidente destila hiel y humilla, con o sin argumentos, a quien se le venga en ganas. Haga lo que haga “El león”, hay que cerrar la boca, tomar aire y fingir demencia (término, por cierto, que ya es lugar común en la Argentina). El enemigo acecha. Elija: esto o lo anterior. Pasta o pollo. ¿No le gustan sus modos? Disimule. ¿Le parece que Ariel Lijo es un pésimo candidato para integrar la Corte Suprema? Tápese la nariz. ¿Cree que no es saludable zarandear periodistas y medios de comunicación, llamándolos ensobrados, traidores, o, simplemente imbéciles? Aguante, hay temas más trascendentes.
¿Liberales que reprimen la libertad? Suena a oxímoron, pero empieza a practicarse cada vez con mayor frecuencia. Siempre hay gente dispuesta a custodiar las justas causas. Apenas unas líneas de exitoína en sangre alcanzan para iniciar la apropiada caza de brujas que todo fanático requiere como un adicto incontrolable. Para evitar que vuelvan los malos, conviene convertirse en malo, razonan.
No parece una cuestión de estricta política sino atinente a la condición humana. Si no se autorreprime, el fanatismo, como señalaba el escritor Amos Oz, siempre aflora. Es inevitable. Ya se sabe, se mata en nombre de la vida, se encarcela en nombre de la libertad y se censura en defensa del bien común. Salvo los psicópatas, pocas personas aprietan el gatillo sin una buena excusa. Existen muchas formas de moral particular.
¿Cuáles serían los riesgos de debatir, cuestionar y hasta repudiar actitudes deleznables de un gobierno que choca a cada instante con el espíritu republicano? ¿Quién les metió en la cabeza a los nuevos custodios del bien la idea de que la polémica debilita? Más: ¿quién les dijo que la crítica, dicha con argumentos y respetando las reglas de ese arte mayor que es el debate –esencial en una sociedad abierta y plural–, favorece a los rivales? Es curioso que, incluso en estos tiempos de desenfreno conceptual, el verticalismo cotice tan alto.
Decía Raymond Aron, enorme intelectual francés, muy vapuleado por la izquierda parisina en los 60 y 70: “El diálogo debe ser lo más razonable posible, pero acepta las pasiones desatadas, la irracionalidad: las sociedades de diálogo son una apuesta por la humanidad”. Y agregaba: “Me resulta insoportable que unos pocos oligarcas pretendan estar en posesión de la verdad, de la historia y del futuro”. Se lo reprochaba, claro, a sus adversarios de la gauche. Pero, como puede observase, nadie está exento del pecado de soberbia.
Es posible también que un sector del republicanismo argentino esté padeciendo del síndrome de Estocolmo (identificación de la víctima con sus victimarios) y que, en lugar de practicar la libertad en su más amplia acepción, haya llegado a la conclusión de que los bellos propósitos solo son exigibles cuando gobiernan sus enemigos. “Liberalote”, me estampó cierta vez un teórico de fuste nacional y popular, cuando le hice una pregunta que le pareció fuera de lugar. Mandar al disidente al campo de los indeseables no es una costumbre que hayan practicado y practiquen solo los dictadores. No hay prisión más asfixiante que la que se ejerce en la base de la pirámide. No existe peor condena que aquella que obliga a cerrar la boca por temor a disgustar a la tribu. “Pensar bien” es también un oxímoron. Etiquetar de traidor al que discrepa, una rémora de pueblos bárbaros. La amenaza del excluir al disidente, una condena al aislamiento que impulsa al díscolo a confirmar la traición: lo empuja a convertirse en enemigo real para encontrar un nuevo sitio de pertenencia.
Esa es la lógica que impone la polarización: solo hay dos especies, la de los leales y la de los expulsados del paraíso. Así funciona el populismo de cualquier signo: con adictos incondicionales y enemigos irrecuperables.
En la recopilación de sus artículos de prensa del período 2000-2022, una obra monumental y deliciosa, el escritor Javier Cercas, escogió un título que es, a la vez, declaración de principios y proclama: No callar. Contrario, como se sabe, al autonomismo de Cataluña –que desató, en la etapa que el autor retrata, violentas protestas y una caza de brujas contra disidentes–, Cercas se planta y contrataca. No concibe que el precio para obtener cobijo entre los propios sea bajar el lomo y seguir a la manada. Finalmente, el pensamiento único es nuestro peor enemigo. No hay libertad si el precio a pagar es el silencio. Si queremos ser libres, estamos obligados a no callar.
Periodista. Miembro del Club Políticos Argentino