Seamos francos
Otra vez, como sucede cada tanto, se ha armado una tormenta por viejas palabras de un candidato político. Las expresiones de Franco Rinaldi en videos de stand-up ocasionaron una serie de condenas y pedidos para que sea excluido de las listas de aspirantes a legisladores por la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
No abriremos aquí juicio sobre esas palabras ni sobre su tono o intención, simplemente porque la ocasión de la crítica nos resulta sospechosa. Hace más de dos años que Rinaldi tiene apariciones públicas vinculadas con su espacio partidario y, para entonces, las imágenes que ahora dieron origen al escándalo ya estaban en la web. ¿Por qué nadie reaccionó en el momento oportuno y lo hacen ahora, en tono horrorizado, como si se acabaran de enterar?
El retraso de la reacción es, precisamente, lo que hace dudar de su sinceridad, de las vestiduras rasgadas, de las caras horrorizadas, de la policía de la palabra que llega a destiempo o, mejor dicho, en un tiempo demasiado interesado para que la dureza de la indignación resulte creíble.
Una vez más, no juzgaremos el contenido de los videos, porque ya es tarde y porque, además, deberíamos preguntarnos cuántos de nosotros no ha dicho o escrito alguna vez cosas injustificables. No importa si esas cosas han sido publicadas o si fueron lanzadas espontáneamente en la intimidad de una mesa de café. La divulgación no agrega ni quita moralidad a nuestros sentimientos. Incluso nuestros pensamientos –o principalmente ellos– son objeto del juicio de Dios y hay ocasiones en las que las palabras fluyen sin pensar, o por un arrebato de ira, o para competir con otros en la exageración, o por estupidez ideológica.
Lo que llama la atención es la incapacidad de perdonar los yerros ajenos en el discurso, en un país donde se han olvidado o disimulado crímenes horrendos de hombres públicos, estafas colosales y saqueos desde el poder; políticos que se mueven en las sombras desde hace décadas de manera transversal a casi todos los espacios y complicados con las peores mafias. Nadie los impugna, nadie se escandaliza. Hubo exterroristas que integraron durante mucho tiempo paneles de programas televisivos, pero fueron inmunes a la crítica, porque su impugnación no hubiera sido cool.
¿En serio creen que es buena idea revolver los archivos? Seamos francos. Nos encontraremos allí con nuestra propia vergüenza, con amplios grupos políticos colaboracionistas tras el golpe de 1976, ocupando con sus miembros cientos de puestos a designio de la Junta Militar; con militantes de izquierda y de derecha integrando el partido del almirante Emilio Massera; con la colaboración de los jefes de sus víctimas para hacerlo aparecer como un defensor de los derechos humanos frente a los líderes de la socialdemocracia europea; con una profusión de elogios a los funcionarios de facto a los que hoy llamamos dictadores.
Las aguas de la historia argentina están demasiado mezcladas como para que alguien pretenda surfear sobre ellas.
Dos conocidos pasajes de todos los tiempos nos lo advierten. Uno, de los Salmos de la tradición judeo-cristiana: “Si tienes en cuenta las culpas, Señor, ¿quién podrá subsistir?” El otro es del Evangelio de San Juan: “El que no tenga pecado, que arroje la primera piedra”.