Se resquebraja el gran simulacro kirchnerista
El estatismo inflacionario, endogámico y pobrista fracasó, y ya ni las tergiversaciones funcionan como antes; con la neolengua oficial en desgaste y retroceso, quizá sea hora de conquistar la realidad y reencarnar aquella patria perdida
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“El lenguaje no es una banalidad ni un adorno –recuerda Javier Cercas–. Quien quiere conquistar la realidad debe antes conquistar el lenguaje”. A punto de llegar a Buenos Aires para intervenir en la Feria del Libro, el autor de la legendaria Soldados de Salamina y de la flamante novela policial El castillo de Barbazul sabe que existen infinidad de ejemplos universales –el Tercer Reich y el franquismo crearon “neolenguas” para enmascarar la realidad y manipularla–, pero elige uno cercano en tiempo y espacio: los separatistas catalanes consiguieron imponer su criterio merced a una hábil operación lingüística. “Todas las palabras bonitas son suyas: independencia, libertad, democracia. ¿Y qué han hecho con ellas? Naturalmente tergiversarlas; durante cuarenta años han colonizado la lengua, una labor magistral con la que han tenido su primer triunfo y nos han infligido nuestra primera derrota”.
Mucho antes de tener como gran herramienta pedagógica el mismísimo Estado nacional, el peronismo de izquierda ya era un experto en generar adulteraciones semánticas y en concebir imaginativos relatos: durante el exilio del General crearon una Evita apócrifa, un Perón socialista, un revisionismo maniqueo y unas utopías totalitarias llenas de palabras virtuosas; luego manejaron con prosa humanista y convincente todo el sentido de la posdictadura para que se olvidaran sus propios crímenes, y sobre todo para que el Movimiento Justicialista cerrara los ojos a sus sangrientas traiciones y no los expulsara, como pretendía su líder con el último aliento y con las armas humeantes. Toda esa farsa histórica quedó institucionalizada en las tres primeras gestiones kirchneristas, y así también se enseña bajo este cuarto gobierno en aulas, medios y espacios públicos.
La narrativa ha sido aggiornada con la palabra galvanizadora del momento, neoliberal, que significa en el diccionario militante: vendepatria, cipayo, egoísta, oligarca, cheto, “clase mierda” y continuador de las grandes dictaduras militares. Si Macron, Merkel, Fernando Henrique Cardoso o Felipe González fueran argentinos, serían neoliberales irredentos, gorilas miserables e hijos ideológicos de Videla y Camps. Este cuento absurdo pero fascista, que estas semanas tuvo su versión más infame en una muestra de la ESMA, no se limita a ordenar de manera infantil una cronología de amigos y enemigos; también evidencia una serie de manipulaciones económicas y sociales que han operado sobre el inconsciente colectivo y que hoy aparecen nítidamente como las taras que nos trajeron hasta esta debacle. “Vivir con lo nuestro” era, por ejemplo, una hermosa consigna, pero al cabo de una larga era de aislamiento entusiasta y herméticos cepos aquí ya no hay quien viva.
En su neolengua, el kirchnerismo se ha promocionado como un conjunto de abnegados heraldos del pueblo con la sana obsesión de impulsar un “Estado presente”. Otro bello concepto. El resultado, sin embargo, es que han fabricado una administración pública ineficiente y turbia, y han defeccionado con ella de sus principales obligaciones, y que sus dirigentes más prominentes significativamente se atienden en sanatorios exclusivos, mandan a sus hijos a colegios caros y pernoctan en casas o departamentos suntuosos o en urbanizaciones con vigilancia privada. Es que el “sistema de salud inclusivo” es manejado desde arriba de manera desastrosa. La escuela estatal, que les entregaron “llave en mano” a los gremios del palo, apenas produce adoctrinamiento y deserciones, y ya ni siquiera garantiza una salida laboral: “La mayoría de los chicos que salen de allí con el secundario completo tienen baja capacidad de comprensión lectora, carecen de mínimas referencias organizacionales y muchas veces se quedan afuera de las convocatorias más simples y de los puestos más rasos”, explican con alarma empresarios y comerciantes de distintos rubros.
Los kirchneristas también se presentan como “defensores de la producción” –qué noble causa–, pero sus acciones concretas en esta área consistieron en desalentar la inversión, hostigar y saquear al emprendedor, y devastar la cultura del trabajo mediante discursos según los cuales el progreso resulta sospechoso, el mérito es de derecha y los planes sociales, una fiesta y un derecho a perpetuidad: esta misma semana los más importantes referentes de la industria de la construcción revelaron que hay una fuerte demanda de mano de obra, pero que muchos albañiles no se presentan; prefieren el subsidio al empleo. Su gestión de seguridad, que se escuda en slogans políticamente correctos, ha desamparado a los sectores más vulnerables, convertido al delincuente en una víctima, desautorizado a la policía y excarcelado a presos peligrosos; ha asociado a los barrabravas –hoy punteros territoriales y matones al servicio de traficantes y políticos–, y ha habilitado en los hechos la penetración masiva del narco, que en las barriadas más pobres ocupa habitualmente el rol que el Estado dejó vacante. Todo en nombre de un progresismo que en verdad actúa como un mero conservadurismo popular, en una alianza inédita entre tilingos de Palermo Trotsky y pesados del PJ bonaerense, que sin querer han edificado un Estado-resignación: el habitante de los barrios más carenciados debe tener “orgullo villero” y el adicto debe “tomar poquito” y de la buena.
El estatismo inflacionario, endogámico y pobrista ha fracasado ruidosamente, y ya ni siquiera las tergiversaciones funcionan como antes. La oposición republicana debería, no obstante, prestar atención a las batallas lingüísticas de la época; cuando fue gobierno las desdeñó, y cometió así uno de sus peores yerros. El argumentario peronista había conquistado, como indica Cercas, el cerebro de los argentinos, y aun quienes habían votado contra el kirchnerismo seguían acordando con él en asuntos basales e invisibles. Ese argumentario enriquecido por el paso de estas décadas –ya transformado en sentido común– abreva en los “ideales de los años 70″. Pero cuando aluden a ellos, ocultan el hecho de que eran concepciones extremas de izquierda y de derecha, solo adoptadas por minorías intensas que no creían en la democracia. La inmensa mayoría del pueblo argentino no comulgaba con esas ideologías. En las élites se pergeñaban asonadas, revoluciones y golpes de Estado, pero la sociedad civil estaba esencialmente formada por una caudalosa y moderada clase media. Que era heredera de la inmigración, con su respeto a las reglas, su culto al estudio y al ahorro, y su naturalización del esfuerzo.
Antes de Gelbard y el consecuente Rodrigazo, había pleno empleo en la Argentina; una pobreza que no superaba el 3% y una marginalidad sin tanta droga y degradación. Teníamos la desigualdad de algunos países nórdicos. Ya no nos encontrábamos entre las ocho mayores potencias del mundo, pero todavía éramos una nación razonable, metida de prepo en una guerra interna. Desde entonces sobrevino una larga sucesión de desaciertos, malentendidos, tabúes inducidos, manipulaciones y simulacros. Un tobogán. El agujero sin fin. Tal vez sí haya que regresar a los “ideales de los años 70″, pero no aquellos que están en la memoria amañada del kirchnerismo y figuran en sus muestras y panfletos, sino a los de aquel último “país bueno” que no tiene quien le escriba y que en su versión del siglo XXI podría ser el “país normal”: una democracia republicana y un desarrollo capitalista a los que nunca les tuvimos paciencia y a los que en verdad jamás les dimos una chance. Con la neolengua oficial en desgaste y retroceso, quizá sea hora de dar en serio esa batalla del lenguaje, conquistar la realidad y reencarnar, con formas modernas, aquella patria perdida.